La verdad es siempre revolucionaria

No hay más alternativa que la República

Para España no existe más alternativa a la monarquía franquista que nos ha tutelado y oprimido durante treinta y ocho años que la República.   Cuando se cumplen tres cuartos de siglo de la derrota de las tropas republicanas en la Guerra Civil, resulta inicuo que se pretenda afirmar la dinastía espuria de Juan Carlos de Borbón, que traicionó a su patria repetidamente desde la abdicación de Carlos IV, en la legitimidad que nunca ha tenido.

España tiene que quitarse definitivamente el lastre de una monarquía que ha reinado repetidamente en contra de su pueblo, que ha realizado vergonzosos tratos y traiciones con el enemigo, que ha esquilmado las arcas públicas, que ha apoyado a las dictaduras fascistas que arrasaron el país, desde Primo de Rivera, hasta la más infame operación de formación y fidelidad a Franco en que se educó el hasta ahora actual rey. Que, como tantos de sus antecesores, se va perseguido por los escándalos y el secreto de sus actuaciones tanto políticas como económicas.

La abdicación del rey viene a demostrarnos categóricamente que este no tiene más camino de salida que la vergonzosa huida. Después de varios años de infamantes procesos contra su yerno, de haber tenido que aceptar la declaración ante el juzgado de su hija Cristina, y de haberse visto obligado a pedir perdón públicamente ante las cámaras por su deshonrosa conducta, Juan Carlos I se convierte en otro más de los monarcas españoles que se ven obligados a dimitir. Ni siquiera el apoyo de los dos grandes partidos –y una se pregunta cuando recuperará la vergüenza el PSOE– le ha permitido mantenerse aferrado al trono como hubiera querido.

Pero, debemos preguntarnos, ¿cómo es posible que tanto la Casa Real, como sus asesores, como los medios de comunicación que los jalean y apoyan, sean capaces de presentarnos falaces propagandas en loor del rey, solamente un día antes de anunciar su abdicación? Todavía ayer la Televisión estatal nos presentaba a un monarca que superaba sus dolencias para seguir trabajando por el bien de España, que viajaba con esfuerzos ímprobos para cerrar negocios con los primos árabes, que presentaba congresos y abría Ferias, en una operación que los grandes periódicos no dudaban en calificar de "recuperar el prestigio dañado del rey". La desvergüenza que supone que veinticuatro horas después nos informen de su dimisión, con todos los honores que pretenden, debería indignar a nuestro pueblo lo suficiente para no aceptar en manera alguna semejante operación.

La sucesión en la persona del príncipe Felipe había sido tramada desde que los escándalos reales estaban dando como resultado en las encuestas la caída en picado de la fidelidad popular a Juan Carlos. Y se anunciaba incluso. En los principales medios de comunicación se estaba difundiendo precisamente tal operación: para afianzar la institución era preciso que el rey abdicara en su hijo. Este no se ha enriquecido, como Juan Carlos, mediante el cobro de toda clase de comisiones, tasadas y conocidas por los expertos, sobre la importación de la energía que consumimos. No le hace falta, porque para legarle una buena fortuna ya se ha ocupado su padre. No se le conocen cacerías ni juergas reprochables, sobre todo después de casado, y se presenta a la esposa como el paradigma de la reina demócrata y populista que ha de seducir a los españoles. Y tampoco se le pueden exigir responsabilidades por la implicación en la trama del Golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, dado que era un niño.

Pero, ¿es que acaso de lo que estamos hablando es de la sustitución de personas y no de la legitimidad democrática de la forma de Estado? Este pueblo que se ha desangrado durante un siglo por desterrar definitivamente a la monarquía de su presente y de su futuro, merece que no lo engañen más, que no lo exploten más, para mantener en el poder a una dinastía corrupta y a una familia heredera de ella.

No es posible aceptar que Juan Carlos de Borbón se retire de la primera fila de la escena pública, en una jubilación dorada, y que en la Zarzuela siga reinando su hijo, como si por defender la República nunca hubiéramos sufrido un golpe de Estado fascista, como si nunca hubiéramos sufrido una terrible Guerra Civil, en la que el pueblo español se enfrentó heroicamente a la agresión y el genocidio de tres ejércitos: el franquista, el italiano y el alemán; como si nunca hubiéramos resistido cuatro décadas luchando contra la dictadura, y como si nunca hubiésemos sabido que fue el sanguinario dictador el que nos impuso al hoy rey dimitido.

No podemos consentir ni que el príncipe Felipe sea coronado ni que Juan Carlos se retire tranquilamente sin ser juzgado por sus numerosos latrocinios y traiciones.

Y para lograr ello no precisamos de debates ni referéndums. Únicamente el miedo puede explicar que los dirigentes de izquierda reclamen la consulta, como si no hubiese sido suficiente referéndum la resistencia de nuestro pueblo y del Ejército leal, a la República, no solo durante la Guerra Civil, sino durante todas las décadas en que los mejores de nuestros trabajadores y trabajadoras, de nuestros sindicalistas, de nuestros políticos e intelectuales exigieron la devolución de la República que tan sangrientamente nos arrebataron.

El pueblo español no volverá a poder sentirse digno y orgulloso de sí mismo si no sale a la calle ahora masivamente a exigir la proclamación de la III República.

 

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