La realidad y el deseo

Recuerdo de Gabriel García Márquez

El día que lo conocí personalmente no pude decirle que lo admiraba. Entró en mi casa, lo conduje al salón con toda naturalidad, les pregunté a Mercedes y a él lo que deseaban tomar, les serví un whisky con hielo y agua... y luego me dediqué a otros invitados.

Estábamos celebrando el cumpleaños de mi mujer, Almudena Grandes. 45 años merecían una fiesta con champán, canciones, velas y amigos. Uno de ellos, Joaquín Sabina, llamó de pronto para decir que estaba García Márquez en Madrid y preguntó si podía traerlo a la fiesta. La pregunta era innecesaria, porque Joaquín ha traído a mi casa de todo. Mejor no contar... Incluso ha traído sus propias desapariciones. En realidad llamaba para advertir que venía con su Gabo y con Mercedes, pero que por favor nadie molestase. Prohibido agobiar, alabar, cansar, pedir libros dedicados. Prohibido asaltar al maestro. Hay ocasiones en las que Joaquín es extremadamente cumplido.

No agobiar a Gabriel García Márquez resultó difícil para mí. Como ocurre con muchos lectores del mundo, forma parte íntima de mi biografía. Ya no se trata de pensar en sus libros, sino de recordar la casa de mi abuela en la que leí por primera vez Cien años de soledad, mi cuarto de adolescente en el que conocí el sabor de la sangre de las gaviotas con Relato de un náufrago o mi primer piso de joven independiente donde viví la Crónica de una muerte anunciada o El amor en los tiempos del cólera. Casi todos los primeros pisos son la crónica de una muerte anunciada por un amor en los tiempos del cólera.

Cuan se abre un libro de García Márquez, se tiene la impresión de tener entre las manos la literatura. Ocurre con Cervantes o con Shakespeare, ocurre con Faulkner o con Borges. Los mundos muy personales son los que consiguen contagiar un sabor milagroso de palabra universal, de verdad humana, de imagen, situación o sentimiento de cualquier época. El calor caribeño de García Márquez contagia una realidad en las que parecen verdaderas todas las imaginaciones. La música de sus palabras no deja de ser nunca una confidencia entre gente normal, aunque cuente la historia más extraña y asombrosa jamás contada.

Gabriel García Márquez no sólo era un periodista, sino un ejemplo de cómo el periodismo ha marcado a la mejor literatura contemporánea. Cronista, reportero de El espectador de Bogotá, aprendió que la realidad está cargada de mil singularidades que merecen ser observadas con los ojos de la poesía. Aprendió también que la riqueza del lenguaje no puede mirar a su propio ombligo, porque contar es llegar a la gente, hacer que los lectores se hagan protagonistas de la historia. Y, desde luego, aprendió a sentir como propio el dolor de los demás, la alegría de los demás, el corazón de los que viven la realidad con palabras comunes, pero enseñan sus rarezas, sus miedos y sus ilusiones cuando son observados con los ojos de la poesía. García Márquez brindó por la poesía en el discurso pronunciado al recibir el Premio Nobel. Fue, en el mejor sentido de la palabra, un brindis político.

Resultará, pues, muy fácil comprender que me costara trabajo ocultar la admiración y los nervios cuando García Márquez entró por la puerta de mi casa. Pero cumplí la consigna sabiniana de no agobiar, no alabar, no pedir autógrafos. Fue una labor complicada, ya que García Márquez se comportó con una naturalidad y una simpatía dignas de mayores confianzas. Otros amigos, también obedientes, hicieron verdaderas contorsiones para conseguir fotografiarse con el maestro sin que él se diera cuenta. Debieron conseguirlo, porque al día siguiente el autor de Cien años de soledad comió con Beatriz de Moura, la editora de Tusquets, y resumió la crónica de nuestra fiesta de cumpleaños de la manera siguiente: "Es la primera vez desde hace 40 años que voy a un sitio y nadie me hace caso".

Me alegro de haber tenido otras ocasiones para mostrarle mi admiración. Insistí incluso cuando ya no podía valorar el significado y la verdad de mis palabras. Lo vi por última vez hace cuatro años en Cartagena de Indias. Mercedes nos invitó a cenar a Juan Cruz, a Almudena y a mí. Los signos de la demencia senil que le iba devorando sus recuerdos eran evidentes.  Cuando se acercaba alguien a saludarlo, hacía esfuerzos para que no se le notara el olvido. La inteligencia y la elegancia duraban más que la memoria. Poco después me contó Roberto Pombo, el director del periódico El tiempo de Bogotá, que se iba despidiendo poco a poco de los amigos íntimos. Quedemos a cenar esta noche, le dijo un día, porque tal vez mañana ya no sepa quién eres.

A sus lectores nos va a ser imposible despedirnos de García Márquez. Está unido a nuestro compromiso con la realidad y la poesía de la vida. Detrás de cada uno de sus libros habrá siempre una ciudad, una casa, un dormitorio, una historia. Estén donde estén los dormitorios y las historias, volveremos a encontrarnos con una ventana abierta al mar caribe.

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