La realidad y el deseo

Una vida inútil

Tenía muchas ganas de darte un beso, dice mi amiga Julia, y después comenta que de vez en cuando sabe de mí por la prensa. Ayer me pareció verte en televisión, en un mitin de IU. Tú ahí, como siempre, me dispara con una sonrisa en los labios. La verdad es que estoy de acuerdo con todas vuestras críticas, es un disparate lo que está ocurriendo en Europa, confiesa. Entonces, le pregunto un poco sorprendido, ¿vas a votar a IU en estas elecciones? Ay, no, no, no, es que tengo miedo de que gane la derecha.

Julia y yo tuvimos una historia de amor en los primeros cursos de la Universidad. Han pasado 35 años, y la verdad es que me parece igual de guapa, una belleza madura, con su pelo negro, sus ojos grandes y unos labios que, entre sonrisas y silencios, la vida ha llenado de melancolía. Pero no me resulta difícil encontrar en ella a la joven apasionada, inteligente, que en pocos minutos era capaz de hacerse dueña de una asamblea o de la barra de un bar. Sigo queriendo mucho a Julia, aunque ahora nos vemos menos. Y es que no me cae nada bien su marido.

Carlitos apareció en su vida (y en la mía), cuando acabábamos de aprobar las últimas asignaturas de la carrera. Julia se enamoró de él y tardaron muy poco en plantearse la boda. ¿Pero vas a casarte por la iglesia?, pregunté con el corazón en un puño. Y pueden creerme si les digo que, a esas alturas, me importaba menos su amor por otro hombre que la idea de verla vestida de blanco delante de un altar y de un sacerdote. Ay, sí, sí, sí, no seas duro conmigo, es que tengo miedo de que se enfaden los padres de Carlitos.

Los padres de Carlitos no tardaron mucho en ser los abuelos dichosos de tres criaturas. ¿Pero de verdad que lo vas a bautizar?, volví a preguntarle, muy sorprendido, cuando me invitó a la ceremonia de su primogénito, al que le había llamado Carlos, igual que su padre y su abuelo. Ay, sí, sí, sí, ya sé que es un disparate, pero mis suegros se iban a enfadar mucho con nosotros si no los bautizamos. Esa era su respuesta, la misma que me dio con el paso de los años, cuando sus hijos crecieron y les llegó la edad de la primera comunión. Julia, que había sido para mí la imagen viva de la libertad y me había llevado de la mano a la primera manifestación, llevaba a sus hijos de la misma mano hasta la blanca y redonda sagrada forma. No es que hubiese cambiado de ideas, seguía creyendo y descreyendo casi en lo mismo, pero había aprendido a renunciar a sí misma. En nombre de una utilidad mayor, estaba inutilizando su vida.

Julia sufrió hace unos años una crisis matrimonial. Vino a una lectura de poemas en la que yo participaba y, al salir de la Biblioteca Nacional, nos fuimos a cenar. Me contó que no era feliz, que sus hijos se comportaban como unos señoritingos caprichosos e inaguantables, y que su marido tenía una amante. Yo me cuidé de recordarle que nunca había aguantado a su Carlitos, traté de quitarle importancia, pero me comentó que tampoco era la primera vez, que su vida se había convertido en una rutina de infelicidad. Aunque no me lo dijo abiertamente, me pareció entender que estaba humillada, que sentía vergüenza por haber soportado más de lo aceptable, quizá alguna bronca aliñada con violencia. No quise pedirle detalles, porque su sinceridad estaba llena de rincones incómodos, pero le pregunté por qué no se divorciaba. Ay, no, no, no, es por mis hijos, ¿sabes?, no quiero hacerles esa putada. No me extrañó. Su renuncia a sí misma formaba parte de la historia de nuestra amistad.

Cuando ayer me encontré con Julia, entramos en una cafetería, hablamos de nosotros, de los viejos sueños, de las ilusiones, de mis incertidumbres, de su familia, de la mía, de la realidad del mundo, la pobreza, la degradación de la política, el agobio de los sindicatos, la corrupción, los mercados financieros, los bancos, los recortes sociales... Y la verdad es que estábamos de acuerdo en casi todo. Pero era inevitable que al preguntar si iba a votar a IU, me contestase que ay, no, no, no, es que tengo miedo de que gane la derecha. No discutí con ella. ¿Para qué? Me conformé con sonreír y mirarla a los ojos. También estaban llenos de melancolía. Las decisiones útiles de mi amiga Julia sólo han servido para inutilizar su propia vida y parte de la mía.

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