La realidad y el deseo

¿Cuánto tiempo durará el respeto?

La noche del pasado 20 de mayo, mientras las distintas fuerzas políticas cerraban sus campañas electorales, una multitud de jóvenes indignados se concentraba en la Plaza del Carmen de Granada. Pocas veces he visto tanta gente reunida en esa plaza, acostumbrada a las fiestas locales y las procesiones. Un altavoz difundía sobre el gentío, sentado en el suelo o apretado en las paredes de la plaza y las calles cercanas, las voces de la asamblea. Como había escuchado muchas reflexiones parecidas en la Puerta de Sol, no me extrañó la seriedad de sus exigencias.

Pero de pronto me conmovió algo que sucedía a la vez como realidad y como recuerdo. Uno de los coordinadores explicó que muchos vecinos ya estaban descansando. Convenía evitar en lo posible las molestias. Pidió que se bajase el volumen del altavoz y que el público dejara de aplaudir. Era más respetuoso pasarse al lenguaje de signos y mover las manos con los dedos abiertos en señal de asentimiento. La plaza quedó en un llamativo silencio y las manos temblaron con alegría juvenil en el aire. La sensación que tuve me devolvió a algunas mañanas de los años ochenta, cuando llevaba a mi hija mayor a la guardería. Con la dictadura y las grandes asambleas universitarias todavía muy próximas, me producía una extraña mezcla de emoción e inocencia verla participar con dos años en una asamblea infantil, aprendiendo a levantar la mano, pedir la palabra y respetar el turno del compañero. Como mi hija, licenciada ahora en Historia del Arte, ha participado en las asambleas, comprendí de golpe que el movimiento del 15-M estaba surgiendo de la primera generación de españoles y españolas educados de verdad en democracia.

Si a mis amigos y a mí nos llegan a pedir a los 20 años que utilizásemos el lenguaje de signos, enseguida hubiéramos empezado a cantar La Internacional o Asturias, patria querida para molestar a los vecinos burgueses que dormían el sueño hipócrita de los indiferentes. Pero en la idea de respeto que dominaba la plaza se escondía también otro detalle. Nuestra hostilidad hacia los dormilones condensaba la ruptura con unos padres autoritarios y sus costumbres franquistas. Hoy no es necesaria esa ruptura. Los jóvenes no sólo han hecho asambleas desde que eran niños, sino que han tenido padres que los llevaban de la mano a aquellas asambleas. Por eso saben y quieren escuchar. Es significativo que, a la hora de organizarse en la plaza, mi hija pequeña quisiese que su comisión se llamara "de respeto" y no "de seguridad". El matiz habla de su historia.

Creo que este es el marco en el que debe situarse el fenómeno de la pacífica indignación juvenil. Hemos educado a nuestros hijos en democracia y ahora les ofrecemos una realidad desoladora, marcada por la corrupción, la mentira, la precariedad laboral, la manipulación bipartidista, el óxido en el aparato de los partidos y la falta de coraje y alternativas frente a las agresiones de los poderes financieros en Europa. No es raro que exijan la dignificación democrática y que lo hagan en nombre del respeto. De un modo muy civilizado, la joven Laura Pérez se dirigió hace unos días en Pamplona al príncipe heredero para solicitarle, "con todos mis respetos", un referéndum sobre la monarquía. Perdió antes los nervios el príncipe que la joven. Criticada de forma intempestiva por un guardaespaldas, se limitó a responder: "Sencillamente quiero dejar de ser súbdita para ser ciudadana". Este deseo respetuoso de ser ciudadana va más allá de la corona y se ha derramado en las plazas de España sobre unas formas democráticas degradadas por el deterioro de la política y la falta de escrúpulos del capitalismo especulativo.

¿Cuánto tiempo durará el respeto? Como la política no se tome muy en serio las exigencias de los jóvenes, y pretenda seguir capturando votos con los mismos comportamientos de antes, es posible que los vientos cambien y se produzca una verdadera fractura social. Lo que hoy es una afortunada demanda de dignificación de la política y la democracia puede convertirse mañana en un populismo anti-
político y antidemocrático de muy peligrosas consecuencias. Esperemos que no. Pero confieso que tengo más fe en la sensatez de los jóvenes que en la capacidad de autocrítica de los partidos.

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