La realidad y el deseo

Socialfascistas y extremistas

Evitar las recetas y las ideas precocinadas es la primera misión del ciudadano que quiere conocer la realidad. Resulta cómodo utilizar argumentos sin matices. El mundo se parece al enfermo que necesita contarle su vida a un médico, sentirse oído, hablar con parsimonia humana de un dolor en el costado izquierdo que también sintió su abuela al cumplir los mismos años. El doctor que se niega a escuchar y se limita a formular preguntas protocolarias, está condenado a desconocer el mal y el corazón de su paciente. En momentos de miedo, el humor deja de ser una forma de inteligencia y se convierte en una risotada que abre mucho la boca y cierra los ojos. Cuando es más necesario cuidar los detalles, las opiniones se refugian en los dogmas y en las frases hechas. Se trata siempre de un mal camino.

Pienso en el peligro de las palabras precocinadas, porque la izquierda está en un momento de crisis. Un Gobierno socialista ha aprobado políticas dictadas por el neoliberalismo europeo y los sindicatos han convocado una huelga general para septiembre. En este panorama, empieza a oírse de todo. En los foros, las manifestaciones y las barras de los bares, he vuelto a encontrarme con la palabra socialfascismo. El estribillo de la canción del verano va a tener música de conclusión fatal: PSOE y PP son lo mismo. Los que no gozamos de una verdad tajante que defender y escondemos el complejo de culpa propio de los matices del pensamiento, porque nos encontramos siempre en deuda con algo o con alguien, solemos tener amigos en todos sitios. Yo tengo amigos en el PSOE y en el PP, y no son iguales. Cuando se habla del Estado, de la economía, de la política, no son iguales. Lo digo porque lo siento, porque lo veo así.

Por historia, por realidad y por estrategia, las personas de izquierdas no deberían perderle el respeto a la palabra socialismo. La historia del socialismo español está llena de nombres admirables. La realidad de los votantes y los militantes socialistas tiene poco que ver con las consignas de la patronal y de Angela Merkel. Y la estrategia de los que quieren abrir un debate sobre la construcción de Europa, donde la democracia social pueda competir con los mercados financieros, necesita el diálogo con la socialdemocracia. Caricaturizar como socialfascistas a líderes y votantes del PSOE impide reconocer la realidad y nos devuelve a errores históricos.

El concepto de socialfascismo surgió en el VI Congreso de la Komintern, en 1928, cuando se denunció la colaboración de la socialdemocracia alemana con el nazismo y el fascismo. Pocos años después la Unión Soviética quiso responder a las políticas maquiavélicas del pacto de Munich, que la dejaban aislada, y Molotov y Von Ribbentrop prepararon el abrazo de Hitler y Stalin. A muchos comunistas se les atragantó entonces la palabra socialfascista, que sólo había servido para dividir al movimiento obrero. Quien quiera repensar la izquierda en el siglo XXI, hará bien en evitar caricaturas. Quien quiera lograr votos para una acción política de izquierdas, hará bien en evitar insultos relacionados con la palabra socialismo. Más que para atraer, las descalificaciones sirven para provocar mecanismos de defensa.

En el otro lado del mapa, están los que repiten que los sindicatos y otras formaciones políticas de izquierdas mantienen una postura extremista que facilita la victoria del PP. Es una afirmación propia de gente que no defiende ideas políticas, sino consignas partidistas. Aquí también debe pedirse respeto a la palabra socialismo. Porque no se trata de discutir sobre las coyunturas y las necesidades de un partido concreto, sino sobre valores sociales y democráticos a los que no se puede renunciar. ¿Estar a favor del movimiento sindical y de las conquistas laborales significa favorecer al PP? ¿Creer en una Europa donde sea posible un Estado de carácter social supone apoyar al PP? ¿Hay que aplaudir siempre a unas siglas, aunque defiendan medidas propias de la derecha neoliberal? Pues tampoco. La famosa pinza de los extremos también forma parte ahora de un recetario mentiroso. Se parece mucho a la simpleza del socialfascismo.

Opinar sin receta suele colocarnos en tierra de nadie. Se reciben críticas desde todas las posiciones. No es una mala situación para el pensamiento crítico, para un ejercicio de alerta contra el costumbrismo mental.

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