La realidad y el deseo

La farsa política

Es desolador oír hablar a los políticos del descrédito de la política. Asombra escuchar a Carlos Floriano, vicesecretario de Organización del PP, justificar la situación de descontento y desprecio social ante las instituciones por el malestar que han provocado siempre los gobiernos socialistas. También asombran las opiniones, aunque más matizadas, de Oscar López, secretario de Organización del PSOE. El trabajo de los diputados se mira hoy en España con malos ojos por culpa del PP y de sus medidas económicas. Parece que el traje de portavoz de un partido,  sea vicesecretario o secretario de Organización, implica la farsa, las consideraciones de trazo grueso y el uso de ideas chillonas, de corte fácil y manga ancha, para denigrar al contrario y salvar las propias responsabilidades. La política española tiene hoy muy poco fondo de armario.

Una de mis mayores sorpresas de los últimos meses ha sido conocer en persona a Esteban González Pons, antiguo vicesecretario general de Comunicación del PP. Confieso que me había descompuesto muchas veces delante de un televisor mientras escuchaba al señor Pons, maestro en dar titulares y usar la demagogia más burda para opinar sobre España, Zapatero, los vascos, los catalanes, Europa y los mercados. Uno le toma manía a cierto tipo de gente y yo tardé poco en tomarle manía a Pons. Este verano coincidí con él en un curso sobre medios de comunicación y justicia organizado por la Universidad de Jaén y la Fundación de Baltasar Garzón. Fue una verdadera sorpresa oírlo hablar, defender con inteligencia sus ideas y discrepar con otros participantes de forma respetuosa. Seguía sin estar de acuerdo con él, pero no me transmitió malestar físico ninguno. Sólo preocupaciones ideológicas.

Esteban González Pons como persona es mucho mejor que como vicesecretario general de Organización del PP. Supongo que pasará lo mismo con Carlos Floriano. Cuento esta anécdota porque creo que el malestar que provoca hoy la política española tiene que ver con la distancia entre la persona y el papel de vicesecretario.

¿A qué juega un político? ¿Qué disfraz utiliza? Durante años las cúpulas del PP y del PSOE se han apoyado mutuamente a través de los insultos. En algunas ocasiones ha sido necesario invocar la responsabilidad nacional para ponerse de acuerdos en una política neoliberal al servicio de los poderes financieros. Así ocurrió al final de la legislatura de Zapatero cuando en pocos días se cambió la Constitución en nombre del control del déficit. Se señaló un camino: el desarrollo cada vez menos social de nuestra convivencia bajo unas reglas cada vez más mercantilistas. Pero la verdadera colaboración entre los dos partidos mayoritarios se ha establecido por lo general a través del insulto. Echándose la culpa de todo entre ellos, dividiendo a la nación entre el odio a Gónzalez y Aznar, o entre Zapatero y Rajoy, han instalado el bipartidismo con la ayuda inestimable de una ley electoral manipuladora. Sus estrategias se fundaron en la capacidad de generar reacciones furiosas contra el adversario: o tú o yo, o blanco o negro. Bajo esa tormenta mediática, los dos partidos han cultivado la misma mentalidad a la hora de confundir la eficacia con las privatizaciones, la seriedad con el beneplácito del banco de Santander, la modernidad con la degradación de las condiciones laborales y Europa con la avaricia del capitalismo.

La labor del los vicesecretarios o secretarios de comunicación, organización y comunión ha servido para levantar chistes, rencores y culpas contra el adversario, convirtiéndolo en enemigo de la sociedad. Los ciudadanos fueron cortados por la mitad con un centro basculante. Más que en los valores, se ha confiado la política al rencor y al miedo.  El problema que ahora vivimos, dentro de una crisis de sistema y muy grave, es que resulta difícil mantener en pie los diques bipartidistas del furor. Las situaciones extremas apuran los tiempos de la farsa e impiden la verosimilitud del argumento. Cuesta trabajo creer al señor Rubalcaba cuando critica a Rajoy por hacer lo mismo que él hizo hasta que perdió las elecciones. Cuesta trabajo creer a Rajoy cuando habla de la herencia recibida. Son demasiado recientes sus mentiras electorales, sus descalificaciones demagógicas a Zapatero y la promesa de que todo iba a resolverse con su presencia en el Palacio de la Moncloa y en los teatros de Bruselas. Los ciudadanos asisten al espectáculo de la inutilidad, de la impotencia, del vacío. Ya no encuentran protección en la política. Se sientan abandonados en las garras  de los especuladores.

Rotos los diques del rencor, ahora el malestar se generaliza. Los culpables no son los unos o los otros, sino todos a la vez. El malestar incuba la indignación y los dos partidos, PSOE y PP, están a punto de encontrarse en medio del país furioso que ellos mismos han ayudado a crear con tanto empeño. El desprecio de la política es uno de los síntomas más inquietantes, porque siempre fue el recurso preferido por las opciones antidemocráticas. Por eso conviene buscar en la política el remedio contra el descrédito de los políticos. Hace falta una nueva ilusión, un camino no basado en el rencor, sino en la esperanza. La política, esa zona devastada, debe salirse de la farsa, volver a repoblar con personas las instituciones y encargar al sastre un nuevo traje para los secretarios o vicesecretarios de Organización. Que dar una rueda de prensa no signifique actuar de demagogo por oficio. Que ponerse ante un micrófono no suponga ser peores personas de lo que realmente somos. Que mentir no valga la pena.

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