La realidad y el deseo

El estado de las cosas

Casa Olmos. Carnicería y Ultramarinos. 1958. Es un almanaque del año en el que nací, regalo de José Emilio Pacheco. Me levanto de la mesa en la que escribo y busco el 4 de diciembre. Jueves, día de Santa Bárbara. José Emilio dice que los escritores nacidos en diciembre viven en la solapa de los libros con un año de más a cuestas. Sí, nacer en diciembre suele provocar malentendidos. Miro la figurita de plástico del rey Melchor que camina ahora en una balda de la estantería del pasillo. En una familia con seis niños era imprudente comprar figuras de barro. Crecí en una casa en la que todo se rompía, y quizá por eso voy envejeciendo con la costumbre de guardarlo todo. Este camello es patilargo, con ojos saltones y una joroba poco equilibrada. Pero el rey mantiene el cetro con majestad y conserva bajo su manto descolorido el tesoro de un mundo estable y cerrado.

La perfección desaparece cuando uno se empeña en preguntar. Las cosas están en su sitio como las calles que van a dar al colegio. El cielo es de papel azul, las estrellas de cartón recortado, la harina y la nieve cubren el musgo con un manto blanco, y los reyes pasan por el puente, sobre un río de plata, camino de las primeras preguntas. ¿Es humano o es Dios? ¿Quieres un cigarro?, me preguntaban los amigos del barrio, con un encendedor Zippo en la mano. Fascinaba ver cómo abrían la capucha con un golpe de ida sobre el pantalón vaquero y cómo desataban la llama con el golpe de vuelta. Tardé poco en fumar, tardé poco en comprarme el Zippo que ahora conservo en uno de los cajones de mi mesa de trabajo. Con su llama quemé muchas mañanas de iglesia, himnos patrióticos, obediencias debidas y los paquetitos de pasteles que las familias convencionales de mi ciudad solían llevar cuando iban de visita.

Otras cosas no las quemé. Tengo enmarcada una quiniela. Era la jornada del 28 de octubre de 1973, el día del debut de Cruyff, y el Granada Club de Fútbol visitaba el Nou Camp. Mi equipo se presentó sin pasteles y perdió cuatro a cero. Hasta las malas fechas se convierten en melancolía cuando pasan los años. Por eso enmarqué la quiniela, para que no se perdiese ella, aunque hubiera perdido el Granada. Después me enteré de que otras cosas más graves habían ocurrido ese mismo día. Detuvieron unas horas antes del partido a Solé Barbera, un histórico abogado comunista. Menos mal que en la pared, junto a la quiniela, tengo también enmarcado un telegrama de Dámaso Alonso a Rafael Alberti. Está dirigido a la sede del Partico Comunista, calle Peligros, 8: "Bienvenido, telefonéame cuando tengas un hueco para que te vea. Tlf. 2592337. Fuerte abrazo". Rafael acababa de regresar a España después de un largo exilio. Terminaba la dictadura. Algunos amigos volvían a juntarse.

He perdido las cartas de amor que mi madre escribió a mi padre en cuartillas azules y con una letra preciosa de buen colegio de monjas. Esas cartas desaparecieron en algún cambio de domicilio, no sé si por mi mala cabeza o porque me las tiró alguien con ganas de hacerme daño. Lo que hemos perdido está a veces más presente que lo conservado. Otras veces, no.

Amador, la película de Fernando León de Aranoa sobre la inmigración, me ha despertado el deseo de releer Las uvas de la ira de Steinbeck. Los dramas sociales y las especulaciones se acaban concretando en la angustia de unos seres humanos obligados a separarse de sus cosas para convivir con la hostilidad de un mundo extraño. Los granjeros de Oklahoma, condenados por la sequía y por los bancos, emigraron a California. Tuvieron que escoger con cuidado las cosas que se llevaban con ellos y todo lo que perdían para siempre. En cada mirada, en cada silencio, hay una extrañeza, una pérdida o una carta que no llega a su destino. Contra la llamada destrucción creativa del capitalismo, las metáforas y las cosas intentan conservar una voluntad humana de amor por la vida, un respeto por el pasado que somos. Que la vida y la muerte vengan con nosotros no significa que deban pasar por encima de nosotros. Mirar al porvenir es dejar un lugar a nuestros herederos, no un descampado o un vertedero.

La película de Fernando León me ha llevado a Las uvas de la ira, y Steinbeck a las cartas de mi madre. Su ausencia me ha hecho esta mañana revisar algunas de mis cosas, tocarlas una a una, como un deseo de rebeldía, como una forma de resistencia.

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