La realidad y el deseo

Dimisiones y juicios

Como ciudadano, yo quiero dimisiones, no sólo juicios. Pero la política española está en los tribunales. Sea por un camino o por otro, el ejercicio de la autoridad pública acaba en manos de un juez. Por una parte, así lo impone la corrupción, el delito que debe ser perseguido; por otra, y con mucha frecuencia en España, está la costumbre de judicializar el debate político, desplazar con más o menos razón el conflicto de las ideas a los órganos judiciales. Como además esto sucede en un país que ha gremializado la Justicia en la rutina del clientelismo bipartidista, la consecuencia última es el empobrecimiento grave de la política, la manipulación de la soberanía popular.

¿Para qué sirve la política? La falta de respuesta clara es lo que extiende el descrédito de una actividad fundamental para cualquier democracia. Sólo a través de la política existe la soberanía civil. Renunciar a ella significa dejar de ser dueños de nuestro propio destino, acomodarnos a la fatalidad del tiempo hostil, dejar que las mentiras y los males de una nación se conviertan en una enfermedad crónica, confundir una Constitución con un Código penal.

La corrupción hace daño a la política. Pero en el caso de España, donde la corrupción afecta de forma cotidiana a las esferas más altas del Estado, se produce un efecto perverso. Sucede algo más que la indignación, algo más que la sospecha sobre la condición humana que acaba en los consabidos todos son iguales, todos son unos ladrones, todos se meten en política para robar... Lo raro de España no es que haya corruptos, sino que los afectados por los escándalos no dimitan o no se vean forzados a dar explicaciones claras e inmediatas. Casos de corrupción se producen en cualquier país. Lo que diferencia a España es la falta de vergüenza democrática, el desplazamiento de las responsabilidades políticas a la decisión de los tribunales.

La política queda así caracterizada como un ejercicio secundario y más bien insignificante. Si hay casos de corrupción en la Casa Real, la política sale dañada cuando el Parlamento no exige por unanimidad responsabilidades y una explicación transparente de las cuentas del rey y de su familia. La política sale también herida cuando el Presidente del Gobierno y la cúpula de su partido se ven envueltos en un caso de corrupción -en el hay ya más que indicios- y los ciudadanos sólo recibimos por respuesta el silencio o un argumentario de falsedades camufladas en el honor del jefe. La capacidad de resistencia en la vida pública de los afectados por los escándalos no habla aquí del poder de la política, sino de su minoría de edad, de su falta de responsabilidad. El protagonismo de las responsabilidades penales llena el hueco de algo todavía más importante para una democracia: la responsabilidad política.

El daño que ha hecho la corrupción en la vida española es doble. No sólo confirma los efectos desastrosos del clientelismo en unas burocracias partidistas muy relacionadas con las élites económicas, sino que además está santificando la inutilidad de la política por la falta inmediata de dimisiones. Parece que los problemas sólo pueden resolverlos los tribunales. Y los tribunales están para perseguir delitos, no para exigir responsabilidades políticas.

En todo este panorama es significativa la facilidad con la que los propios partidos llevan a los tribunales las decisiones políticas de sus adversarios. Si la Junta de Andalucía aprueba un decreto contra los desahucios injustos, el Gobierno lo paraliza con un recurso en el Tribunal Constitucional. Si el Gobierno de la Comunidad de Madrid pretende acabar con la sanidad pública, la oposición política y social sólo puede paralizar las privatizaciones con un recurso ante el Tribunal Superior de Justicia de Madrid.

Es normal que algunas decisiones judiciales nos gusten más que otras. Es normal también que sintamos admiración por algunos jueces que, contra todo tipo de presiones, son capaces de llevar a cabo su trabajo. Pero dentro de la alegría o la tristeza, de la admiración o la rabia, el diagnóstico es el mismo para la política en España: su minoría de Edad, la falta del respeto por la soberanía civil, la costumbre de que las togas sustituyan a los votos. Con el horizonte que se ha preparando para el Poder Judicial, esta confusión de la política y los tribunales es un problema gravísimo para la Justicia y para la Democracia. Debemos exigir que los jueces hagan su trabajo en libertad. Y los ciudadanos deberíamos tener derecho a hacer el nuestro.

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