La realidad y el deseo

Barcelona

La literatura, aunque no da derecho a voto, nos hace habitantes nativos de algunas ciudades. Termino de leer el nuevo libro de Josep Maria Castellet, Seductores, ilustrados y visionarios (Anagrama, 2010), y compruebo hasta qué punto he cursado mi bachillerato sentimental en las calles de Barcelona. Nunca he vivido allí, pero las evocaciones inteligentes y poderosas del crítico catalán, mientras apuran los retratos de Manuel Sacristán, Carlos Barral, Gabriel Ferrater o Terenci Moix, me devuelven a una de las ciudades que me han hecho como soy.

Cuando me preguntan si la literatura puede cambiar la realidad, prefiero no responder como escritor. No estoy capacitado para leer sin incertidumbre mis propios poemas. La identidad no se lleva nunca muy bien con la conciencia. Así que prefiero pensar en mí como lector, y entonces puedo responder sin dudas que la literatura afecta y transforma la realidad, al menos a esa parte de la realidad que soy yo. Sería muy difícil que yo fuese yo, la misma persona que sale a la calle, o se bebe su whisky, o discute con ironía compungida las catástrofes que cuentan los periódicos, si a finales de mi adolescencia no hubiese leído Veinte años de poesía española
(1939-1959), recopilada y prologada por Castellet. En el 20 aniversario de la muerte de Antonio Machado, algunos poetas jóvenes se reunieron en Colliure, ante la tumba del maestro, y volvieron a reunirse, ante los ojos de un adolescente, en una antología decisiva.

Los críticos imparciales han criticado mucho la ausencia de Juan Ramón Jiménez. Tienen todo la razón. Pero el adolescente parcial que yo era no lo echó en falta. El gran poeta que es Juan Ramón estaba ausente porque aquel libro tenía la voluntad programática de alentar una superación del simbolismo, una mirada realista que se alejase al mismo tiempo de la solemnidad metafísica, la retórica existencial y las consignas divulgativas. Se estaba negociando con la palabra democrática, la inteligencia y la vida, y de aquella apuesta parcial surgió buena parte de nuestra mejor poesía contemporánea.

De la casa oscura, en el número 219 de la calle Provença, entre la Rambla de Catalunya y Balmes, salieron muchas cosas. Mis paseos juveniles se iniciaron en el comité de lectura de Seix Barral, al calor de las conversaciones entre Ferrater, José María Valverde, Gil de Biedma, Jaime Salinas, Castellet o Joaquim Marco. También había empezado a caminar,
sin ser consciente del todo, en el número 278 de la calle Mallorca, en las oficinas de la Delegación Provincial de Educación, cuando Manuel Sacristán aireaba las páginas de la revista Laye para demostrar a los amigos y a los enemigos su capacidad de seducción.

He vivido la guerra civil en las calles bombardeadas de Barcelona gracias a Los hijos muertos de Ana María Matute. Y he sido niño de barrio en la posguerra, en el Carmelo o en el Guinardó, amigo de putas, tuberculosos, anarquistas, cines en blanco y negro, supervivientes y señoritas de buena sociedad con inquietudes éticas, gracias a las novelas de Juan Marsé, a quien José-Carlos Mainer acaba de dedicarle unas excelentes páginas, "nuestro mejor narrador", en su Galería de retratos (La Veleta, 2010). Y, después, he acompañado muchas veces a Jaime Gil de Biedma en sus paseos solitarios por la ciudad o en los sótanos más negros que su reputación, muy atento a sus discusiones literarias con José Agustín Goytisolo, Barral, Castellet, o con un Ferrater bebido, que se apasiona al hacer la defensa de Witold Gombrowicz y formula declaraciones tajantes: "Sólo apuntaré que toda forma de nacionalismo me parece un fenómeno muy peligroso de autocompasión... y que no quiero mirar de demasiado cerca este tipo de cosas".

Con Manolo Vázquez Montalbán he negociado secretos en el Barrio Chino. Como fui un niño débil y granadino, malcriado por su madre, no sé comer muy bien. Pero suelo excederme con Pepe Carvalho en sus restaurantes favoritos. Y he leído muchas horas con Jorge Herralde o Beatriz de Moura. Y he tomado muchas veces el tren con Joan Margarit, hacia cualquier parte, en la Estación de Francia. Él me ha enseñado que la Llibertat són les places de toros amb cadires damunt la sorra en temps d´eleccions, les paraules República i Civil. ¿De quién son las ciudades? Los lectores sabemos que la identidad es una palabra de ventanas abiertas, difícil de definir.

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