La realidad y el deseo

Gabriela Elizabeth Muñiz

La imagen de La Pelirroja colgada en un puente de Monterrey ha sido algo perfectamente serio para empezar el año. Antonio Machado condensó en dos versos certeros la relación que se establece, más allá de los cálculos y de las razones, entre el ser humano y la muerte: "Un golpe de ataúd en tierra es algo / perfectamente serio". La muerte no puede convertirse en una costumbre. Se repite con crueldad metódica, pero es siempre un acontecimiento. Cada muerte nos pone en contacto con nuestra propia muerte, con el final de una experiencia única, con la verdadera y definitiva interpelación sobre los límites.

Muchas imágenes de las que circulan hoy por el mundo llevan en su viento el golpe de ataúd, que no es un ruido, sino una llamada a lo más profundo de nuestra perplejidad. La imagen de La Pelirroja ha tenido una particular contundencia. Una mujer de 31 años cuelga de un puente, desnuda de cintura para arriba, con marcas de violencia. Alrededor hay una ciudad, un poste de la luz, algunas ventanas encendidas, señales de tráfico, anuncios de tiendas, gente que pasa y mira. Entre sus pies y el suelo está la nada.

La escenificación urbana de la violencia nos explica que ahora no existe más lógica que la del espanto. El drogodependiente juega el papel extremo del consumo, cada vez necesita una dosis mayor. La violencia no conoce límites, respira como un animal insaciable, infecta los ojos, sólo puede vivir extendiéndose, dando un paso más. El cadáver colgado de La Pelirroja, una delincuente cruel ajusticiada por una banda enemiga, podría recordarnos la sentencia cristiana. Quien a hierro mata, a hierro muere. Pero la escenificación pública de la muerte nos obliga a ir más allá. Resulta difícil no recordar la obsesión de Albert Camus sobre el crimen, su advertencia ante la realidad cruel del nihilismo y la falta de límites. El siglo XX como tiempo de crímenes fue el motivo, sangrante en Argelia y en las dictaduras europeas, de El hombre rebelde. En la espalda desnuda de La Pelirroja, porque las fotografías y los asesinos han hecho con inteligencia que el cadáver le dé la espalda al mundo, estaba escrita con tinta negra la palabra hebrea Yair.

Los criminales nos invitan a especular. Puede haber mil interpretaciones, tal vez se trate del recuerdo de un mercenario israelí complicado con el narcotráfico, una dedicatoria sentimental, una alusión musical o una broma macabra. En cualquier caso sirve para que veamos el cadáver de espaldas y para recordarnos que La Pelirroja es Yair, la elegida de los dioses. Dios ha muerto, algunos hombres ocupan su lugar, que es el lugar de la vida y la muerte, y el crimen nos advierte de que no está dispuesto a respetar ningún límite. La lógica de su existencia necesita la sobredosis, debe dar siempre un paso más.

El siglo XXI exige la herencia del siglo XX. No hay límites, no existe nada, como no hay nada entre el suelo y los pies de La Pelirroja. Convivimos con el terror, ya sea irracional o racional, ya sea inspirado por la rabia de las bandas terroristas o por los cálculos en Afganistán o en Irak de EEUU y sus aliados. La presencia cotidiana de cadáveres y entierros en el televisor se empeña en hacernos olvidar eso mismo que nos ha recordado la ejecución urbana de La Pelirroja: la muerte no puede ser una costumbre.

Tampoco hay límites en la economía. La riqueza se acumula en pocas manos, los especuladores exigen que desaparezcan los límites en las zonas privilegiadas y en las partes miserables del planeta. A los privilegiados les borran sus amparos sociales; a los miserables les quitan sus comunidades tradicionales, sus formas de vida, sus modestas economías de subsistencia y los arrojan a los vertederos del mundo como seres humanos sobrantes. Nada, sólo existe la nada.

Pero la nada no es el vacío. La nada está llena por una ideología que necesita e impone la falta de límites. Por eso conviene no engañarse y reivindicar un terreno sólido, otro mundo de valores, y colocarlo entre la realidad y los pies de La Pelirroja, o de los parados, o de los miserables del mundo. No podemos colgar sobre la nada. Merece la pena darle la vuelta al cadáver de La Pelirroja y mirarla a la cara. No importa que fuese una delincuente, no decidimos aquí entre buenos y malos, sino entre verdugos y víctimas. Era una mujer de 31 años. Se llamaba Gabriela Elizabeth Muñiz Tamez.

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