La realidad y el deseo

La dignidad de la Justicia

Las marchas por la dignidad recorren la piel de España. Son muchas las razones para denunciar una situación penosa y para exigir un cambio profundo. No podemos contentarnos con las consabidas promesas electorales que sólo aportan cada cuatro años un poco de maquillaje sobre una realidad descompuesta. Desde el punto de vista económico, la brecha de la desigualdad entre una minoría avariciosa y una población empobrecida afecta a la dignidad del país y a su equilibrio democrático.

Pero esta desigualdad económica es sólo la razón primera y última de una realidad indigna que envenena todo el tejido social. Es muy precaria la salud de la cultura, la ciencia, la vida política, las instituciones y la justicia. Max Estrella, el protagonista de Luces de bohemia, definió la España de 1920 como una deformación grotesca de la civilización europea. No andamos muy lejos hoy de semejante panorama. Lo único nuevo de es que ahora se utiliza Europa, o la configuración de una Europa de los mercaderes, para liquidar las modestas conquistas democráticas que se habían conseguido.

De especial gravedad me parece la realidad de la Justicia en España. Se acaba de un plumazo con los tratados internacionales y con la idea de justicia universal. Me entero de que el sindicato ultraderechista Manos Limpias denuncia por prevaricación al juez Pedraz. Considera inadmisible que intente mantener abierta la causa sobre el asesinato en Irak de José Couso. La iniciativa de Manos Limpias podría ser una anécdota ridícula, una salida de tono muy propia de su condición. El problema es que el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Supremo han bailado ya en otras ocasiones al ritmo impuesto por este falso sindicato. Los dedos de una descompuesta Justicia española son capaces de agarrarse a un clavo ardiendo.

La cúpula de la trama Gürtel declara ante el juez Ruz. Oigo una entrevista de Pepa Bueno a Miguel Durán, el abogado de Pablo Crespo. Muy seguro de sí mismo, con palabras lentas y conciliadoras, habla mucho de la verdad y de los deseos que tiene su cliente de colaborar. La palabra verdad se carga en sus reflexiones con una espesura que flota en el ambiente. Tiene sílabas de plomo. Luego pasa a indicar que existen muchos motivos para declarar nula la causa abierta contra la trama Gürtel. Algunas decisiones adoptadas anteriormente por las altas instancias de la justicia española avalan sus argumentos.

Recuerdo unas antiguas declaraciones de Miguel Durán sobre el saber infinito del tesorero Luis Bárcenas. Con lo que sabe don Luis, puede derribarse el Gobierno. Vuela la palabra verdad como un maleficio. Uno tiene la sensación de que las investigaciones sobre el mayor escándalo de corrupción de España cuelgan de un hilo débil. Por encima de la independencia de los jueves valerosos siempre hay una instancia marcada por intereses de control político. Oyendo la lenta espesura de las meditaciones de Miguel Durán, siento miedo por un posible pacto entre caballeros. Los que saben la verdad se callan en espera de que se declare nula la causa.

Sé que esto es muy raro, pero tampoco puede tacharse de un síntoma paranoico. En un país descompuesto pasan cosas muy raras en la justicia. Se nombran vocales del poder judicial a personas tan involucradas en el sectarismo partidista que no puede esperarse de ellas un juicio imparcial. Ser parcial, incluso, se considera un mérito en la carrera a la hora de repartir sillones entre los míos y los tuyos. O se le encarga a un miembro del Opus Dei que dictamine sobre la constitucionalidad de una ley que afecta a la interrupción del embarazo. Después de muchos años de idas y vueltas sobre la trama Gürtel, el único sentenciado en firme es el juez que inició las investigaciones contra los corruptos. Francisco Correa, la cabeza de la trama, salió a la calle con una fianza de 200.000 euros, una golosina al lado de los 30 millones que la jueza Alaya le pide a Magdalena Álvarez por sus decisiones políticas en la Junta de Andalucía.

Si la justicia es el síntoma más claro de la dignidad de un país, nuestro estado de salud merece correr a un servicio de urgencias. El entramado político turbio envenena las instituciones al tiempo que la corrupción envenena la vida pública. Pero vivimos en un país en el que las investigaciones de la policía pueden tacharse de mentiras e invenciones si se trata de ocultar la financiación ilegal de un partido o de cargar al contrario con la crueldad de un atentado terrorista. Las salpicaduras de sobresueldos y dinero negro llegan muy alto, así que es una verdadera tentación el pacto entre el silencio de los viejos amigos y una justicia desigual.

Hay muchos motivos para apoyar a los caminantes. La dignificación de la justicia debe ocupar un espacio central en las marchas que recorren la piel de España.

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