El ojo y la lupa

Mi padre, mi hermana, mi perra y yo

Esta columna trata de la vida doméstica, convertida en rompedora obra literaria, de J. R. Ackerley (1896-1967), editor y escritor inglés, homosexual declarado y sin complejos cuando eso aún era un estigma, y uno de los más desvergonzados autobiógrafos del Reino Unido en el siglo XX. La edición por Sexto Piso de Mi hermana y yo, que reproduce la tormentosa relación con Nancy a partir de un diario de 1948 y 1949, culmina la trilogía familiar cuyas dos primeras entregas fueron Mi padre y yo y Mi perra Tulip, ambas del catálogo de Anagrama.

La pregunta es: ¿A quién demonios le importa, y menos en la dramática situación que nos aflige, la doble vida del padre de este caballero que se casó con su madre cuando él tenía ya 23 años, que el autor buscase sus aventuras de una noche entre obreros y miembros de la Guardia Real con frecuencia heterosexuales y con el bolsillo vacío, que viese morir a su hermano en la Primera Guerra Mundial sin poder hacer nada para salvarle, que desarrollase una desesperante relación de amor-odio con su hermana que le amargó la vida, o que encontrase al "amigo leal" que siempre buscó en una perra a la que amaba más que al resto de la Humanidad junta?

El propio Ackerley responde a esta pregunta al final de Mi padre y yo: "Si una persona cualquiera escribe un diario sincero y detallado durante todo un año, anotando en él todo lo que pasa día a día en su vida y en su mente, saldrá de ahí un libro mucho más fascinante, por muy mal escrito que esté, del que podría haber escrito si hubiera sido un antropólogo viviendo entre los pigmeos o deslizándose por el hielo en el Polo Norte". Y tiene razón. Sus tres libros autobiográficos, desnudos de pudor o autocomplacencia, crueles con los demás y consigo mismo, sinceros hasta la náusea, llevan dentro más materia prima para entender la naturaleza humana que bibliotecas enteras de obras de ficción.

Hubo tres presencias clave en la vida de este escritor que se relacionó con lo más selecto de la intelectualidad de su época, entre otros su íntimo amigo E. M. Forster, autor de Pasaje a la India, que le facilitó el trabajo con un maharajá que dio origen a su celebrada, Vacación hindú (Pre-Textos); su perra Queeney (nombre real de Tulip), su padre y su hermana, precisamente en ese orden, con la hembra alsaciana en cabeza, como suprema depositaria de su amor, como reflejan estas citas de Mi padre y yo:

— "Desde el momento en que tomó posesión de mi corazón y de mi casa, desapareció completamente mi obsesión por el sexo. (...) Tenía casi cincuenta años cuando llegó a mis manos y los quince años que vivió conmigo fueron los más felices de mi vida".

— "Cuando la besaba, cosa que hacía a menudo, el amor que me mostraba y su belleza me producían a veces un goce físico (...), pero nunca consideré seriamente la idea de consolarla yo mismo (...) Lo más que llegué a hacer por ella fue apretar con la mano su vulva caliente e hinchada".

— "El amigo ideal (...) debía haber sido un animal-hombre, la mente de mi perra, por ejemplo, en el cuerpo de mi marinero, el perfecto cuerpo masculino siempre al servicio de uno a través de la devoción de un animal leal y sin sentido crítico".

O esta otra de Mi hermana y yo:

— "Si Queenie muriese mañana, ¿qué haría yo? (...) Sería el fin. Ya no tendría ninguna razón para vivir".

Muchos amigos de Ackerley consideraban insoportable a Queeney —"esa perra brutal", la llamaba Forster— hasta el punto de suprimir las invitaciones por su insistencia en llevarla siempre con él. Eso no disminuyó su afecto, condicionado por su incapacidad para las relaciones humanas. Pero era su hermana Nancy quien llevaba ese síndrome al paroxismo.

Ella nunca supo qué hacer con su vida (¡"tiene 50 años y ni un solo amigo!"), destruyó su matrimonio y la relación con su hijo, y atormentó a su hermano, a cuya costa vivía, con celos infundados, chantajes emocionales y amenazas de suicidio. La convivencia se convirtió en un infierno, al extremo de que Ackerley escribió: "Qué mujer terrible, venenosa, podrida de celos y envidia. Qué lástima que no se muriera". ¡Y eso después de un intento de suicidio que casi tuvo éxito!

Esta experiencia nefasta —con el contrapunto de felicidad que a él le aportaba Queeney— es la materia prima de Mi hermana y yo, casi un manual de psiquiatría sobre la complejidad de las relaciones humanas, las dificultades para encontrar sentido a la vida, el potencial desestabilizador de los reproches, las discusiones y los silencios malintencionados, el peso de la autocompasión y el sentimiento de culpa.

En el diario rescatado, purgado y editado por su albacea, Francis King, Ackerley se desahoga y, exasperado, afirma: "Tengo derecho a mi independencia (...) Es mi hermana, no mi esposa ni mi amante" ("Nancy está enamorada de Joe", sostenía Forster). Lo peor era que a una esposa o una amante podría haberlas abandonado, pero no hay divorcio entre hermanos, esa unión solo la rompe la muerte, que le alcanzó primero a él.

Pero, ¡ojo!, nos falta la otra versión, la de Nancy quien, por cierto, creó en homenaje a su hermano el J. R. Ackerley Prize for Autobiography, que otorga anualmente el Pen Club inglés.

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