El ojo y la lupa

Viena, 1913: Stalin da jaque a Lenin, se cruza con Hitler y se la jura a Bujarin

La habilidad de Florian Illies para ilustrar la efervescencia cultural europea en 1913, justo antes de la Gran Guerra, se pone de manifiesto en la forma en la que cose con hábil levedad los destinos de un puñado de personajes destinados a marcar la historia del siglo XX. En el primer capítulo (Enero) de los 12 que forman 1913. Un año hace cien años (Salamandra), el periodista alemán relata cómo, tras ganar siete partidas seguidas al ajedrez a Lenin en Cracovia, llega a Viena en enero, con un pasaporte a nombre de Stavros Papadopoulos, un georgiano llamado Iosif Vasiriónovich Dzhugashvili que días después decide: "A partir de ahora me llamo Stalin".

En la capital del imperio austro-húngaro, el Hombre de Hierro escribe por encargo de Lenin su opúsculo El marxismo y la cuestión nacional, origen en buena medida del modelo sobre el que luego se construiría la Unión Soviética. Para relajarse, suele pasear por los jardines del palacio de Schönbrunn, una costumbre compartida por un pintor austriaco de segunda categoría, rechazado por la Academia de Bellas Artes y llamado Adolf Hitler. Illies fantasea con que los dos hombres que más marcaron la atormentada historia del siglo XX se cruzaron más de una vez y se saludaban educadamente tocando el ala de sus sombreros, ignorantes de cómo les llegaría a relacionar el destino. Nunca estuvieron más cerca el uno del otro que entonces, ni siquiera cuando, en 1939, se repartieron Polonia.

Ya en el capítulo 2 (Febrero), se nos cuenta que en el número 30 de la Schönbrunner Schlosstrasse, donde vive la familia Troianovski y donde se oculta Dzhugasvili-Papadopoulos-Sosso-Stalin, el futuro padrecito de todas las Rusias intenta sin éxito seducir a la niñera. Entre tanto, Nikolái Bujarin le ayuda con las traducciones, "lo que le satisface". Sin embargo, "jamás le perdonará" que tenga más éxito que él con la chica, lo que "acabará pagando con un tiro en la nuca". Una hipótesis esta de la venganza diferida muy traída por los pelos.

En el cuadro del mismo mes de este año de vértigo entra ahora un periodista y escritor ruso, Lev Bronstein, Trotski por nombre de guerra, "el mejor jugador de ajedrez de los cafés vieneses", que perdió luego la partida ante el gran maestro Stalin, y que pasaba tantos apuros económicos que tenía que empeñar sus libros con frecuencia. Trotski, futuro arquitecto del Ejército Rojo, estaba en el piso de los Troianovski cuando entró Stalin. Luego escribió la impresión que le produjo: "No vi el menor rastro de piedad en sus ojos". Ya antes de conocerle, le había llamado "atleta charlatán con músculos de pega".

Ese febrero de 1913 nace en Barcelona Ramón Mercader quien, 26 años después, por encargo del zar soviético, asesina a Trotski en México con un piolet. Y el día 23, Stalin, vestido de mujer y con peluca (¿inspiró a Carrillo para su regreso a España tras la muerte de Franco?), disfraz robado de una gala musical destinada a recaudar fondos para Pravda disuelta por la policía, es detenido en San Petersburgo tras una accidentada persecución y, poco después, desterrado a Siberia.

Y así, se cierra un círculo, mientras el mundo sigue girando y Stalin avanza hacia su glorioso y siniestro destino.

Florian Illies encadena anécdotas para reflejar movimientos, tendencias, ambientes y presagios de un giro histórico. 1913 es por fuerza un libro superficial. Trata de tantos temas, de tantos personajes, que es imposible profundizar en ellos, pero muestra una rara habilidad para, aún así, detectar la esencia de ese año símbolo de un mundo que tenía los días contados. Meses más tarde, comenzaría el siglo corto (1914-1989), que vivió prodigiosos avances científicos, revolucionó el arte y el pensamiento... y llevó la barbarie y el salvajismo a extremos jamás antes alcanzados.

Por las páginas de este libro circulan Picasso, Duchamp, Rilke, los hermanos Mann, Spengler, Alma Mahler, Lou Andreas Salomé, Coco Chanel, Wittgenstein,  Schnitzler, Hesse, Gropius, Jünger, Musil, Klimt, Kafka, Louis Armstrong, Charlie Chaplin, Malévich, Kandinski, Kokoschka, Schönberg, Stravinski, Einstein y hasta la robada Gioconda, milagrosamente recuperada para el Louvre.

Y, por supuesto, Freud, Jung y su famosa ruptura personal y científica. Illies la ilustra con un intercambio epistolar, iniciado en diciembre de 2012, cuando el primero escribe al segundo, siempre según la impecable traducción de María José Díez y Paula Aguiriano: "Esa costumbre suya de tratar a sus discípulos como pacientes es un torpe error (...); por mera subordinación nadie se atreve a tirarle de la barba al profeta". Freud responde: "Aquel que grita sin cesar que es normal, mientras muestra un comportamiento anómalo, despierta la sospecha de que carece de la conciencia de la enfermedad. Por tanto, le propongo finiquitar por completo nuestras relaciones privadas". Y, por fin, Jung: "Accedo a su deseo de dar por finiquitada nuestra amistad (...); el resto es silencio".

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