El ojo y la lupa

‘Mujer de barro’, una rectora progresista en la Ivy League

Si un negro ha llegado a la Casa Blanca, ¿por qué no puede una mujer ser rectora de una universidad de la Ivy League, el elitista y exclusivo club de centros de excelencia del rincón noreste del mapa de Estados Unidos? Sin embargo, eso no ha ocurrido aún, excepto en la ficción de Mujer de barro (Alfaguara), la última novela de Joyce Carol Oates, a la se achaca con frecuencia que es demasiado prolífica como para forjar una indiscutible obra maestra que la catapulte al Nobel al que aspira desde hace años.

Oates, de 75 años, ha construido lo que todo gran escritor necesita: un mundo propio y reconocible. Es un territorio sin concesiones a la galería, comprometido con las causas progresistas, la denuncia de los privilegios de clase, los abusos sexuales, los malos tratos a niños y mujeres y la intolerancia religiosa. Y en una atmósfera en la que la violencia, en todas sus formas, es omnipresente, como realidad cotidiana o como amenaza.

Para elevarse desde ese abismo moral es preciso un esfuerzo sobrehumano, como el de la protagonista de Mujer de barro, que escapa de una infancia trágica y se convierte en rectora de una universidad que, aunque no se nombra, se inspira con gran probabilidad en Princeton, donde la autora es profesora de Humanidades desde 1978. Pero la llegada a lo más alto del mundo académico, donde intenta imponer una agenda progresista, no es un final feliz, sino el comienzo de una pesadilla, ya que es víctima de las contradicciones entre su ideología y lo políticamente correcto, se siente vigilada y escrutada como mujer tanto o más que como rectora, se ve vulnerable ante la amenaza de fuerza bruta masculina, y toda esa presión se vuelve insoportable y la lleva a cometer errores y obsesionarse, hasta bordear el desequilibrio mental. Porque otra de las características del universo de ficción de Oates es una especie de horror psicológico, que en cierto sentido la emparenta con Patricia Highsmith.

Oates ha declarado en varias entrevistas que reconoce a esta Mujer de barro como un aspecto de sí misma, y que la novela surgió de un sueño en el que una mujer se ponía demasiado maquillaje que, al secarse, le cuarteaba la cara. Material para el doctor Freud que la escritora utilizó para modelar su protagonista. La madre biológica de Meredith Ruth (M. R.) Neukirchen –la futura rectora- la arrojó a los tres o cuatro años a una charca de fango de la que fue rescatada por un trampero al que avisó un gran cuervo, pasó por una casa de acogida cuyos ocupantes murieron en un incendio criminal, y llegó a adulta adoptada por un matrimonio cuáquero que la identificaban con la hija adorada que perdieron de forma prematura. Incluso le pusieron el mismo nombre.

Cuando despertó, Oates tomó notas de forma compulsiva. No tardó en escribir las primeras diez páginas. Y así, hasta casi quinientas. Siempre con el barro como telón de fondo, en el presente (también M. R. se angustia con el maquillaje) y en el pasado que, tras una terrible crisis de identidad, se esfuerza en investigar en un viaje a sus principales escenarios con el que intenta encontrarse a sí misma.

Mujer de barro no elude el compromiso político. La rectora M. R., obsesionada con ser útil, con hacer el bien, es una antibelicista que abomina de la guerra que Bush prepara contra Irak (la novela se desarrolla en 2002 y 2003), se alarma con los abusos de los derechos humanos y el aventurerismo militar posteriores a los atentados del 11-S, se sorprende de la credulidad de los medios ante las pruebas de las "intenciones criminales" de Sadam, y se siente incómoda en el papel de una rectora que es incapaz de lograr que la universidad asuma un compromiso moral, aunque sea navegando contra corriente.

M. R. se estrella también contra el conservadurismo de los patronos, que rechazan sus "ideas radicales", como una nueva política de matrículas y becas con la que pretende cambiar la composición del alumnado, con "porcentaje desmesurado de alumnos de la clase económica más acomodada" y retoños de antiguos alumnos. Los hijos de familias de rentas medias bajas (como la de la rectora) suponían tan sólo el 5%. Sería interesante conocer, si existen, las estadísticas sobre la procedencia social del alumnado de Princeton y las otras siete universidades de la Ivy League (Brown, Columbia, Cornell, Darmouth, Harvard, Pennsylvania y Yale).

Por fin, en lo que el poderoso cuerpo central de la universidad atribuye a síntoma de que no está en sus cabales, la mujer de barro rechaza una donación de 35 millones de dólares de una multinacional de gas que quiere lavar su imagen. La rectora se niega en redondo y defiende la necesidad imperativa de "mantener la independencia de las empresas que contaminan el medio ambiente". Esa posición ecologista está en consonancia, señala, con actuaciones pasadas, como cuando la universidad se deshizo de sus inversiones en la Sudáfrica del apartheid y, mucho antes, en el siglo XIX, rompió sus lazos con el tráfico de esclavos e incluyo ayudó a muchos de ellos a huir a Canadá.  Pero ya se sabe: a quienes los dioses quieren destruir, primero le vuelven loco. Y con M. R. casi lo consiguen.

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