El ojo y la lupa

La guerra de Vietnam: dos bandos, dos visiones

En plena canícula, con las editoriales cerradas por vacaciones o ultimando sus catálogos para la rentrée, viene bien rescatar algunos libros que nos dejaron huella. Como estos dos sobre un conflicto que marcó a toda una generación: El dolor de la guerra, del vietnamita Bao Ninh, y Despachos de guerra, del norteamericano Michael Kerr. La primera fue publicada en su país en 1991, siete años más tarde en el mercado anglosajón, y tan sólo en 2005 en España, por Ediciones B. La versión como libro de la segunda data de 1977, y tres años después fue publicada en castellano por Anagrama.

Podría pensarse que ambas visiones de la guerra de Vietnam serían forzosamente diferentes, incluso opuestas, pero no es así: les separa el género, el formato y el estilo, pero les une algo más sólido: el rechazo del sectarismo y el compromiso con la verdad.

Despachos de guerra es todo un clásico, una obra maestra del periodismo, de la época dorada en la que los corresponsales extranjeros tenían libre acceso al frente, un error que políticos y militares norteamericanos no volvieron a cometer y que llevó al control estricto en la guerra de Irak.

Kerr no era de aquellos enviados —y hubo muchos— que solo se arriesgaban en visitas al frente organizadas por el mando y con fuertes garantías de seguridad, que se quedaban la mayor parte del tiempo en Saigón, trasegando güisqui en el hotel, releyendo en busca de referencias cultas a Graham Greene, Joseph Conrad y tal vez Marguerite Duras, fagocitando experiencias de los colegas que volvían de primera línea y escribiendo con buena pluma y mayor desvergüenza vibrantes y heroicas crónicas sobre batallas que no habían presenciado.

Él era de los que saltaban de helicóptero en helicóptero, llegaba a posiciones avanzadas y aisladas, acompañaba a los marines en sus patrullas por la jungla, compartía su pánico a Charlie (la guerrilla del Vietcong) y quizás tomaba —como los chicos de apenas 18 años transplantados desde Wisconsin o Nebraska— pastillas a puñados, "calmantes en el bolsillo izquierdo del uniforme y estimulantes en el derecho, unos para mantener la marcha y otros para cortarla".

Kerr formaba parte de esa tribu de locos, como el fotógrafo Sean Flynn —hijo de Errol, desaparecido en Camboya—, que mostraron con su trabajo la crueldad sin sentido del conflicto, que le metieron con toda su crudeza en los cuartos de estar de los hogares de clase media y en los campuses universitarios de su país, y que alimentaron así las protestas ciudadanas que contribuyeron a acabar, hace casi 40 años, con una guerra absurda e imperialista que se cobró más de 50.000 vidas estadounidenses y millones de vietnamitas.

Si la lectura de Despachos de guerra es imprescindible, la de El dolor de la guerra aún lo es más, aunque solo sea porque son muy escasos los ejemplos llegados a Occidente en los que el conflicto se presenta desde la perspectiva de los norvietnamitas, algo absurdo, si se tiene en cuenta que fueron ellos quienes pagaron un mayor tributo y quienes ganaron y obligaron al gigante norteamericano a huir con el rabo entre las piernas. Pero es que, además, se trata de una novela de excepcional sinceridad y lirismo, en la que la literatura se presenta como un exorcismo con el que librarse de los fantasmas de una guerra feroz y sin sentido, como todas a fin de cuentas. No en vano, el padrastro de Kien, protagonista del libro y alter ego de Bao Ninh, le dice: "El deber de un ser humano en la tierra no es matar, sino vivir (...) Ten cuidado con quienes te exijan que mueras solo para demostrar algo (...) No mueras inútilmente por las necesidades de otros".

Kien vive en Hanoi en los coletazos de la adolescencia, se prepara para entrar en la universidad y está enamorado hasta el tuétano cuando se ve metido de lleno en el corazón de las tinieblas, del que ya no podrá escapar nunca, ni siquiera cuando llegue una paz que es incapaz de restaurar lo que arrasó por el camino. Porque la paz "es un árbol que solo crece sobre la sangre y los huesos de los camaradas caídos". Porque "no era a los jóvenes a quienes les gustaba la guerra, sino a los otros, los políticos, hombres de mediana edad barrigudos y paticortos". Porque ni siquiera se pudo gozar del triunfo: "No hubo trompetas para los soldados victoriosos, ni tambores ni música", sino que, en las estaciones de ferrocarril, "las autoridades registraban a los soldados una y otra vez en busca del botín".

Y porque era impensable que encontrase nada positivo en la guerra alguien como Bao Ninh que, como su personaje Kien, fue uno de los 10 supervivientes de un batallón de 500, y probablemente vio lo mismo que él: cómo los cuervos y las águilas oscurecían el cielo sobre un campo de batalla convertido en "un cenagal cuya superficie se tiñó de orín a causa de la sangre", con "cadáveres hinchados (...) que flotaban junto a animales carbonizados (...), todo a la deriva en un pestilente cenagal" y que, cuando el sol lo secó todo, dejó "un barro espeso y hedionda carne podrida". Cuerpos que abonaron la tierra durante años y años y que nunca contaron con las garantías de los soldados norteamericanos, que explicaba así Herr: Si te hieren, un helicóptero te llevará en 20 minutos al hospital del campamento base; si la herida es grave, te trasladarán a Tokio en 20 horas; si te matan, te pondrán en casa en una semana".

La controversia que El dolor de la guerra suscitó en Vietnam, motivo de que durante años se vedase a su autor la posibilidad de salir al extranjero, se explica porque no era políticamente correcta, y en que su coherencia se reflejaba en un distanciamiento, ajeno a todo patrioterismo, que suponía la condena de la guerra, de cualquiera guerra, como la salvajada que es por su propia esencia. Solo en una ocasión se presenta a los soldados estadounidenses como criminales, cuando violan en grupo a una joven guía que se sacrifica heroicamente para salvar a un grupo de heridos. Pero, como si estuviera obsesionado por la equidistancia, Bao Ninh incluye también un episodio en el que Phuong, la novia de Kien, es víctima asimismo de un ultraje colectivo a manos de compatriotas.

La huella del conflicto impregna cada página de El dolor de la guerra, pero en sentido estricto, más de la mitad de sus páginas se desarrollan lejos de ella, antes y después del estallido de las hostilidades. Es, también, una historia de amor imposible y un estudio sobre la creación literaria como antídoto contra la desesperación. Pero son sus descripciones bélicas las que, al final, se te quedan grabadas a fuego, las que hacen verosímiles las visiones que tienen los combatientes de los fantasmas de los muertos que habitan en la selva, allá donde fueron exterminados, y que siguen presentes años después, cuando Kien dirige una misión para recuperar cadáveres. Una presencia perceptible también para los norteamericanos, como recoge Kerr. "Los tripulantes de los helicópteros", señala, "decían que después de que transportaban a un muerto, este seguía siempre allí, volando con ellos".

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