El ojo y la lupa

El infierno de los jemeres rojos

Tratar de las guerras de los años sesenta y setenta del pasado siglo en la antigua Indochina (Vietnam, Laos y Camboya) supone afrontar el riesgo del desequilibrio o, peor aún, de situar a la misma altura a invasores e invadidos, víctimas y verdugos, golpistas y liberadores. Como la historia termina poniendo a todos en el lugar que les corresponde, el paso de los años es inclemente y desmonta coartadas ideológicas que parecían artículos de fe y cuya defensa a ultranza segó millones de vidas.

La cruzada norteamericana para evitar que la región cayera como fruta madura en el saco comunista quedó ya desenmascarada como lo que era, una agresiva e imperialista pieza más en la estrategia de la Guerra Fría, en la que lo que menos importaba era el bienestar de los pueblos. Luego cayó el muro de Berlín, se desmoronó el imperio soviético, Deng Xiaoping desarrolló la dualidad capitalismo económico-centralismo político, y Vietnam y Laos siguieron su ejemplo. Pese a sus regímenes de partido único y nominalmente comunistas, desarrollaron economías de mercado y crearon modelos sociales no tan distantes de aquellos a los que combatieron. Incluso en Camboya, el país más abierto de los tres, la democracia pluripartidista es hoy apenas un formalismo, como se demostró el pasado julio, cuando unas elecciones sin apenas oposición atornillaron aún más en el poder al antiguo golpista Hun Sen.

Sin embargo, en el libro de Denise Affonço El infierno de los jemeres rojos (Asteroide) no existen las medias tintas. Hay muchos malos: primero los golpistas pronorteamericanos, anticomunistas y antivietnamitas del mariscal Lon Nol, que se hicieron en 1970 con el poder en Camboya; y luego los jemeres rojos, que los derribaron en 1975, justo después de la vergonzante retirada estadounidense. Comenzó entonces un experimento social sin precedentes, una revolución utópica y primitiva cuyas justificaciones ideológicas quedaron sepultadas por la brutalidad de una represión genocida que se llevó por delante casi dos millones de vidas.

También hubo buenos, sostiene Affonço de manera más discutible: los vietnamitas que acabaron con los jemeres. Camboyana de padre francés y madre vietnamita, no pretende ser neutral, pero eso no la convierte en una mentirosa. Su estremecedor testimonio es parcial, no lo contrasta con la opinión de la otra parte, pero sus experiencias, minuciosamente descritas, y coincidentes con muchos otros relatos de aquellos años de horror, tienen un inconfundible sabor a la verdad.

Tras sufrir la persecución de Lon Nol a la minoría vietnamita, sometida luego por los jemeres -como enemiga del pueblo- a un brutal proceso de reeducación, la autora y su familia, niños incluidos, fueron forzados a abandonar Phnom Penh –vaciada de su población- para trabajar en diversos campos, durante interminables y agotadoras jornadas, a cambio de una alimentación tan raquítica que suponía una condena a muerte a cámara lenta, en condiciones insalubres, maltratados por los soldados y los jefes políticos de las aldeas, adoctrinados más con amenazas que con ideas. Affonço no presenció ninguna ejecución, aunque sí castigos brutales, pero la muerte era una ominosa y constante presencia que se cebó en los suyos.

Sólo sobrevivieron a ese infierno ella y uno de sus hijos. Su marido –un chino al que no protegieron sus profundas convicciones comunistas- fue separado de la familia y ejecutado, su hija de ocho años murió de inanición, su cuñada y dos de sus sobrinos fallecieron por enfermedades, y un tercero fue ejecutado por robar alimentos. Y en medio de la tragedia, omnipresente, la obsesión por la comida, la única garantía de supervivencia, que puede sacar a relucir lo peor de cada cual. El hambre como la forma primigenia de tortura. Y todo ello al mayor servicio de Angkar, la denominación casi deificada del fanático poder de los jemeres rojos, la Organización, o el Partido, cuyos sicarios proclaman: "Angkar no tiene medios para meteros una bala en la cabeza, así que os dejará morir a fuego lento, de muerte natural".

Esa es la herencia que Estados Unidos, que defendió la libertad a bombazo limpio (miles de personas mueren aún cada año por minas y proyectiles que no estallaron durante la guerra), dejó en Camboya cuando se retiró en 1975 con el rabo entre las piernas. Como en Irak o Afganistán, el imperio no solo se metió donde no debía sino que, pese a su apabullante superioridad económica y tecnológica, ni siquiera supo o pudo completar la faena.

No obstante, lejos de toda consideración ideológica o política, El infierno de los jemeres rojos es, ante todo, un canto a la capacidad de supervivencia, a la desesperada lucha por la vida y a esa reserva de dignidad que hace que el ser humano reaccione como tal incluso cuando vive y se le trata como a un animal.

Más Noticias