El ojo y la lupa

Justin Bieber plagia a Tom Wolfe en Miami

¿Qué tienen que ver las alocadas andanzas de Justin Bieber con la última novela de Tom Wolfe, Bloody Miami? Básicamente que, como más adelante se verá, el ídolo de las adolescentes de medio mundo ha imitado con su última travesura al escritor. Pero empezaré por el principio.

Si Fidel Castro no hubiese bajado de Sierra Maestra para tomar el poder en La Habana hace más de medio siglo, Miami no existiría, no al menos la Miami de hoy, la ciudad más cubana (y por extensión más latina) de Estados Unidos. De no ser por el triunfo de los revolucionarios barbudos Tom Wolfe, impulsor prehistórico de lo que una vez se llamó nuevo periodismo (cuando el periodismo como profesión aún tenía futuro), no habría escrito esta Bloody Miami, con la que el autor virginiano del sempiterno traje blanco completa su trilogía ciudadana iniciada con La hoguera de las vanidades (Nueva York) y proseguida con Todo un hombre (Atlanta).

Será difícil, dado que ya ha cumplido los 82, que Wolfe se meta en otro empeño tan ambicioso. Así que Los Ángeles y Chicago –por poner los dos ejemplos más señalados- escaparán muy probablemente de su mirada ácida y excesiva, de su afición por el esperpento, de su irónica y a veces cruel burla de las modas, los clichés, la ambición sin freno, la hipocresía, la estupidez, la suficiencia sin sentido que permea a veces el mercado del arte, el racismo y el clasismo, la adoración al becerro de oro y de otros componentes asociables al sueño americano y al american way of life.

Wolfe nos ofrece una imagen caricaturesca de Miami en la que se echa en falta, por ejemplo, un ingrediente que podría emerger de las andanzas del famoseo (incluido el español) que recala por allá. Y pasa por alto que, en los últimos años, ha habido otros flujos importantes de inmigración latinoamericana cualificada, como la de muchos venezolanos con dinero que escapan del chavismo.

En las primeras páginas, se describe la disputa por una plaza de aparcamiento entre una wasp (blanca, anglosajona y protestante), esposa del director del Miami Herald- que conduce un minúsculo Mitsubishi Elf híbrido de 140.000 dólares y una jovencísima y deslumbrante latina al volante de un Ferrari 403 que cuesta el doble.

Y es aquí donde la realidad, como ocurre con cierta frecuencia, imita e incluso sobrepasa la ficción: sin pretenderlo, Justin Bieber se convirtió hace unos días en un personaje más de la novela, en un ejemplar más del zoo desmadrado que presenta, en una recreación de las peripecias y excesos que relata Wolfe. El cantante canadiense incapaz de controlar un éxito que le ha convertido en icono global fue detenido en Miami Beach por protagonizar, al volante de un Lamborghini amarillo de 200.000 dólares -a 120 kilómetros por hora, y hasta arriba de alcohol, marihuana y "medicamentos prescritos"- una carrera a lo Alonso-Vettel con su colega de profesión Amir Khalil Sharief, que montaba un Ferrari rojo de precio similar. Comparado con este incidente, el del Mitsubichi y el otro Ferrari a la hora de aparcar pierde mucho glamour y relevancia.

El introito de Bloody Miami hacía suponer  que el libro se centraría en la pugna entre las dos principales comunidades de la ciudad: la anglo y la cubana. Dos mundos que se cruzan pero apenas se mezclan y que se reparten el cotarro: los wasp mantienen el poder económico y los cubanos controlan el político, a todos los niveles, en consonancia con su predominio demográfico. La chica del Ferrari es la única cubana (o cubano) que exuda lujo y dinero en todo el libro.

Algo de esa pugna hay en Bloody Miami, pero se presenta demasiado diluido, de tanto como se concentra Wolfe en la peripecia de sus personajes –unos estrambóticos, otros no tanto- en los que la procedencia étnica y cultural es sustancial, pero no necesariamente lo más relevante: un oligarca ruso y supuesto mecenas artístico que resulta ser un mafioso que coloca en el mercado falsos Malévich, Kandinsky o Picasso, además de lavar dinero negro; un psiquiatra (anglo) que trata las adicciones sexuales con tanta dedicación que las practica en su vida personal; uno de sus pacientes (anglo), multimillonario y con la necesidad compulsiva de masturbarse más de 10 veces al día hasta convertir el objeto de sus desvelos en una masa purulenta; un alcalde (cubano) para el que todo es política y al que tanto da nombrar un jefe de policía negro para apaciguar a esta importante minoría como sacrificar a un agente que ha cometido el imperdonable pecado de cumplir con su deber; un profesor (haitiano) que, gracias a su piel casi blanca y su origen lejanamente francés, sueña con ser un anglo o que al menos se integre como tal su hija, en la que concentra su esperanza de ascenso social, hermosa y blanca como la nieve, aunque la traicionen su pelo y ojos negros; un periodista (anglo) del Miami Herald que, pese a su aspecto de mosquita muerta, destapa un escándalo monumental, y en el que Wolfe homenajea a su profesión de origen...

Y, por supuesto, el policía (cubano), Nestor Camacho, que calza camisas dos tallas inferior a la suya para subrayar su musculatura de gimnasio, que habla inglés mejor que español, integrado en su comunidad del barrio de Hialeah, trasunto de La Habana, hasta que comete un pecado imperdonable: en un alarde de fuerza y habilidad rescata -y quizá salva la vida- a un inmigrante huido de la isla madre y encaramado a lo más alto del palo mayor de una goleta, con lo que impide que pueda tocar tierra y que, gracias a ese detalle de tremendo valor legal, obtenga asilo de forma automática.

Ensalzado entre los anglos, estigmatizado entre los cubanos y suspendido de servicio por orden de un alcalde incapaz de resistir la presión de las denuncias de racismo porque redujo a un gigante negro para salvar a un compañero agredido, Camacho y el periodista anglo forman pareja artística e investigan allá donde el propio director del Herald habría preferido que no se escarbase porque no convenía al negocio.

El personaje del policía cubano está bien trazado, pero resulta un tanto plano, insustancial, como si su concepto de cultura se redujese a la telebasura. No da la talla para ser protagonista de la novela de 617 páginas de un autor exquisito como Wolfe, con su burlona y aristocrática mirada al mundo desde su torre de marfil. Tan limitado es el perfil del agente Camacho que el autor ni siquiera se decide a ridiculizarle, incluso le muestra cierto respeto: a él, al periodista anglo con el que asocia, a la chica haitiana a la que se arrima y al coherente jefe de policía negro, excepciones positivas en este zoo.

Frustrada la expectativa del lector de hallar un retrato convincente del Miami multiétnico, puede limitarse a disfrutar con la prosa chispeante de Wolfe, sus abusos de la onomatopeya, el vitriolo con el que desnuda el papanatismo de coleccionistas de arte o la descripción de una antológica orgía a bordo de barcos de recreo, que recuerda los desmadres en el campus universitario de la adictiva Yo soy Charlotte Simmons. Porque otra cosa no será, pero Bloody Miami derrocha comercialidad sin bajar demasiado el listón literario, y garantiza un buen puñado de horas de entretenimiento y hasta diversión. Pedirle más sería aguar la fiesta.

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