El ojo y la lupa

La Gran Guerra y el negocio de los muertos

El centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial ha provocado una avalancha de libros que, sobre todo desde el punto de vista del análisis histórico, escrutan las causas, el desarrollo y las consecuencias del conflicto más mortífero que hasta entonces había sufrido el planeta, aunque el horror sería luego superado con creces entre 1939 y 1945 por un cataclismo impensable sin las heridas abiertas 20 años antes. Como muestra, tres botones: 1914, de la paz a la guerra (Turner), de Margaret McMillan, Para acabar con todas las guerras (Península), de Adam Hochschild, y 1914-1918, la historia de la Primera Guerra Mundial(Debate), de David Stevenson.

Sin embargo, no ha sido tan notable la cosecha en el campo de la ficción, tal vez porque la Gran Guerra inspiró ya en el pasado a grandes escritores como Hemingway o Celine a los que resulta muy difícil emular ahora. Esta carencia se halla, con gran probabilidad, en el origen del éxito espectacular (más de 500.000 ejemplares vendidos en Francia) alcanzado por Nos vemos allá arriba, de Pierre Lemaitre, con la que este autor, reputado en el campo de la novela negra, conquistó el último premio Goncourt y que ahora edita Salamandra en lengua castellana.

Si hay un país donde pueda interesar de forma especial la temática de esta novela ése es España, donde está viva y a flor de piel la sensibilidad por la suerte que corrieron los restos de decenas de miles de víctimas de los combates y de la represión franquista a cuya memoria no se ha hecho suficiente justicia. El campo de batalla sólo ocupa los primeros capítulos de Nos vemos allá arriba, que se centra en la huella que dejó el conflicto, tanto en sus tres protagonistas como en el conjunto de un país aquejado tras el armisticio de una incontrolable fiebre por honrar e identificar a los caídos, darles un entierro honorable y erigirles monumentos por doquier. Y, por suerte para los franceses, sin la profunda herida que dejó en España la guerra civil

De la magnitud del empeño da idea el hecho de que se exhumaron cerca de un millón de cadáveres de las tumbas improvisadas cerca de los frentes, de los que una cuarta parte se entregaron a sus deudos, a veces de forma clandestina. Los demás se trasladaron a enormes cementerios militares, con sepulturas perpetuas, y se concedió a los familiares el derecho a visitarlos una vez al año, con los gastos de viaje a cuenta del Estado, pese a rozar éste la bancarrota, pendiente de percibir las reparaciones de guerra con las que el Tratado de Versalles castigó a la Alemania derrotada.

Este gigantesco operativo favoreció el negocio de las exhumaciones -legales e ilegales-, que llegó a adquirir proporciones industriales y generó grandes negocios, abusos y fraudes que culminaron en un escándalo de alcance nacional. Lemaitre vuelve sobre esos hechos, los modela y los modifica al servicio de un proyecto literario, con la libertad que permite la ficción, pero sin traicionar la esencia histórica. Uno de sus personajes principales, el ex oficial D’Aulnay-Pradelle –prototipo del individuo despreciable y sin escrúpulos–, se convierte en el gran mercader de la muerte que amasa una fortuna aprovechando la psicosis creada en torno a los caídos.

Ese afán por homenajear a unos muertos convertidos durante la guerra en carne de cañón convenía a los políticos, porque ayudaba a ocultar, no ya tan solo los inconfesables intereses que provocaron el estallido de las hostilidades sino, sobre todo, las vergonzosas condiciones en las que los soldados tuvieron que combatir. Por no hablar de la disciplina férrea y abusiva a la que fueron sometidos por los mandos, o la expeditiva, cruel y desproporcionada justicia militar que se tradujo en numerosas ejecuciones sumarias por deserción o cobardía muchas veces no acreditada. Ahí queda para ilustrarlo el estremecedor filme de Stanley Kubrick Senderos de gloria, basado en la novela del mismo título de Humphrey Cobb, que acaba de editar en castellano Capitán Swing.

D’Aulnay-Pradelle, representante genuino de esa casta implacable y egoísta, consigue gracias al soborno y a sus relaciones familiares y políticas que se le adjudiquen contratos para exhumar, identificar, trasladar y enterrar de forma definitiva miles y miles de cadáveres. Para coronar el negocio, no se detiene ante nada: reduce gastos utilizando ataúdes minúsculos en los que los cuerpos sólo caben si se les fracturan los huesos, se salta los protocolos de identificación, llega a utilizar sacos de arena o cadáveres de soldados alemanes como si fueran franceses, y permite un mercado negro de objetos personales robados. Sin el menor remordimiento de conciencia. "¿Es que", se pregunta con cinismo, "cuando los familiares vienen a rezar cavan la tumba para asegurarse de que el muerto sea el suyo?"

El contrapunto lo forman dos excombatientes cuya desgracia fraguó el oficial en los estertores del conflicto, cuando buscó la gloria para cimentar su fortuna sobre el dolor ajeno, al ordenar un ataque mortífero para cuya justificación incluso perpetró dos asesinatos. Habrían sido tres si el soldado Albert Maillard hubiera muerto enterrado vivo, como pretendía el entonces teniente, ascendido luego a capitán por su heroica acción de guerra. Un final trágico del que le libró su camarada Édouard Péricourt, al que su gesto le valió una horrenda mutilación y la devoción eterna de Maillard. La peripecia de esta singular pareja supone el contrapunto de la de D’Aulnay-Pradelle y conduce el relato por cauces que recuerdan la novela picaresca clásica. No en vano, Lemaitre admite como su influencia más directa El lazarillo de Tormes.

Sin embargo, y a un nivel más modesto, quizá menos criminal, los dos exsoldados son también unos estafadores que pretenden tomarse la revancha por lo que les hizo la guerra pergeñando un frade monumental. En sentido literal. Porque Péricourt utiliza sus habilidades artísticas para ofrecer a los ayuntamientos de toda Francia, con la colaboración de Maillard, sus diseños de monumentos conmemorativos, sufragados mediante suscripción popular y en los que deben grabarse los nombres de los hijos de cada localidad caídos en combate. El negocio estriba en cobrar los jugosos anticipos y, antes de que el escándalo estalle, huir al extranjero con los bolsillos bien repletos antes de ser descubiertos. Lemaitre se muestra comprensivo, o más bien compasivo, con estos dos personajes, en los que hace primar su carácter de víctimas.

El estilo de Nos vemos allá arriba es directo, destinado a atraer al gran público, decimonónico en un sentido que recuerda a Alexandre Dumas y en ocasiones a Víctor Hugo, con estructura y vocación de convertirse en una película de éxito. En definitiva, popular y comercial, algo que un sector de la crítica le reprocha a una novela que resulta un tanto atípica como premio Goncourt, cuyo jurado suele ser más exquisito. Pero está bien escrita, capta el interés del lector y lo gradúa con habilidad para mantenerlo y aumentarlo hasta el clímax final. A fin de cuentas, que sea oportunista y se suba al carro del centenario de la Gran Guerra no tiene por qué ser una lacra.

 

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