El ojo y la lupa

El retorno de Frank Bascombe tras el huracán ‘Sandy’

Si algo hay que agradecer al huracán Sandy, que barrió en 2012 la costa este de EEUU con resultados catastróficos, es que, aunque se llevó por delante muchas vidas, resucitó a un fascinante personaje de ficción, Frank Bascombe, prototipo del norteamericano de clase media protagonista de tres magníficas novelas de Richard Ford: El periodista deportivo (1986), El Día de la Independencia (1995) y Acción de gracias (2006).

Aunque el cataclismo le pilló en Nueva York, Ford, durante largo tiempo residente al igual que su personaje en Nueva Jersey —el Estado más afectado por la catástrofe—, había desarrollado "algún tipo de acumulación silenciosa relacionada con los huracanes" que se remontaba a cuando vivió en Nueva Orleans tras el paso del Katrina en 2005. Gracias a estas circunstancias, resulta que lo que se consolidó como una trilogía que consagró a su autor como un clásico contemporáneo, ha resultado ser —de momento— una tetralogía, gracias a la publicación de Francamente, Frank (Anagrama).

La mayoría de los críticos y el propio autor consideran que este libro es una colección de cuatro extensos relatos. Con todo respeto, disiento. Creo que se trata de una novela perfectamente estructurada en cuatro capítulos, aunque no existe entre ellos una relación de continuidad, sino más bien de simultaneidad, porque apenas cambiaría el sentido si el orden de sus cuatro partes fuese diferente.

Lo que Ford muestra es una fotografía exterior y sobre todo íntima del paisaje moral y físico que dejó Sandy tras de sí. Lo más sorprendente es que apenas se diferencia del existente antes de la acción asesina y devastadora del agua y la lluvia. Pese a la minuciosa descripción de detalles, los personajes, y el mismo protagonista, no cambian su percepción de la vida, o al menos no lo suficiente para hacerles cambiar de rumbo.

La vida sigue. Frank, ya un jubilado de lujo, siente el peso de sus 68 años, se preocupa por su próstata y cualquier indicio de infarto, percibe que juega en una lotería siniestra que tanto puede concretarse en Parkinson (como a su primera esposa) como en cáncer (por uno de páncreas agoniza su amigo Eddie), tiene aún abiertas las heridas lejanas de la muerte de un hijo a los nueve años y de su falta de talento literario, se esfuerza por mantener una buena relación con sus hijos, observa con distanciada ironía los avatares del mercado inmobiliario con el que se ganó la vida, se pregunta por qué quiere hablar con él el comprador de su antigua casa —hoy volatilizada—, recibe con afabilidad a la señora negra que un día vivió en su actual vivienda y que le relata la tragedia que allí ocurrió, ayuda sin pasarse a que se reintegren a la vida civil los ex combatientes que regresan de Irak o Afganistán y lee novelas en la radio para oyentes ciegos.

En esencia, Frank intenta mantener cierta coherencia moral mientras colisiona sin estridencias —más desde dentro que por fuera— con la realidad de una sociedad injusta y desigual, en la que caben la uniformidad castradora de los centros comerciales, el racismo apenas camuflado, la intolerancia, la violencia inevitable por la proliferación de las armas de fuego, el fanatismo del Tea Party o la manipulación de los mecanismos democráticos por las élites que imponen sus intereses sobre los del conjunto de la población. No hay duda de que Frank votó sin entusiasmo por Obama en las últimas elecciones y que ahora se pregunta si sirvió para algo, aunque tampoco tenía opción.

El monólogo interior del antihéroe de Francamente, Frank es amargo, al igual que resulta evidente la acumulación de bilis por guardarse la frustración ante un estado de cosas que condena pero que no se ve con fuerzas para combatir. A fin de cuentas, él es tan sólo un norteamericano más, preocupado ante todo y como casi todos por sus propios intereses.

Este retrato social y psicológico aparece como un subtexto en la narración, algo que se deduce más que se expone. Y con una dosis de humor y sarcasmo tan corrosivo —aunque sutil— que sólo se hace evidente por acumulación de detalles, en el retrogusto que queda tras concluir el libro.

Richard Ford muestra que con el paso y el peso de los años no ha perdido su talento literario ni su capacidad para hacer de fotógrafo y notario de la sociedad estadounidense. Su Frank Bascombe no es ya tan solo un personaje literario sino, sobre todo, una categoría, como el Harry Conejo Armstrong de John Updike. En el futuro, incluso ya mismo, quien quiera tener un retrato completo de EEUU en la segunda mitad del siglo XX y en los albores del XXI tendrá que recurrir a estos personajes menos de ficción de lo que parecen a simple vista. Un logro que solo está alcance de muy escasos escritores, solo de los auténticamente grandes.

Para terminar, parece venir al pelo lo que Frank contesta a la pregunta de su moribundo amigo Eddie sobre cómo sabía cuándo se creía escritor que debía acabar un libro. Bascombe/Ford contesta: "Me preguntaba si tenía algo más que decir; si me había expresado plenamente. Si la respuesta era afirmativa, sí, paraba. Pero si no, seguía escribiendo". Una técnica que no encaja con el clásico esquema de planteamiento, nudo y desenlace; imposible de detectar en Francamente, Frank. Tan imposible que el volumen podría finalizar no como lo hace su cuarto y último relato/capítulo, sino también como cualquiera de los otros tres.

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