El ojo y la lupa

‘SPQR’, pasión por una Roma antigua pero cuyo espíritu sigue vivo

Hay que aplaudir la valentía no exenta de riesgo del jurado del Premio Princesa de Asturias al otorgar su último galardón de Ciencias Sociales a la historiadora británica Mary Beard, la investigadora y catedrática de Cambridge que más ha contribuido en los últimos tiempos a acercar a toda clase de públicos el mundo de la antigua Roma, cuya huella se deja sentir aún en la sociedad, la cultura e incluso la política actuales.

Ese afán de divulgación, que siempre compatibiliza con el rigor científico, ha cristalizado en series de televisión de gran éxito en el Reino Unido —como Conozca a los romanos, Pompeya o Calígula— y la ha convertido en víctima propiciatoria de los ataques de los trolls que pululan por Internet. Ya que no por falta de rigor —por ahí resulta inatacable— la fustigan con un machismo grosero por su aspecto un tanto desaliñado cuando aparece en pantalla, aunque quien sabe si, más que al descuido, eso no responde al cálculo. En cualquier caso, Beard no es de las que se callan, y su respuesta a esos acosadores que casi siempre se escudan en el anonimato no ha hecho sino consolidar un polémico perfil personal y una relevancia que ella pone al servicio de un mejor conocimiento del mundo romano.

El Premio Princesa de Asturias ha convertido SPQR (publicado en España por Crítica), quizás su obra más más conocida, en un notable éxito de ventas para tratarse de un libro de historia. Reconforta verlo en librerías y grandes superficies en torres que rivalizan con las de La chica del tren, aunque lleve todas las de perder. Eso sí, dentro de diez, veinte o treinta años, este relato de la antigua Roma sobrevivirá como un referente imprescindible, si no como un clásico.

SPQR —siglas en latín de Senado y Pueblo de Roma— no es una historia al uso de la antigua Roma desde su mítica fundación —fijada sin rigor histórico en el 753 a.C.— hasta el 212 d.C., cuando Caracalla concedió la ciudadanía a todos los habitantes libres del imperio Se sentirá defraudado tanto el lector que espere el relato histórico canónico y compulsado como el que espere una sucesión cinematográfica y literaria de batallas, conquistas, emperadores, magnicidios e intrigas palaciegas. Ni Gladiator, ni Yo Claudio, ni Cleopatra.

Sus intenciones son otras: explicar más allá de los tópicos y hasta donde sea posible cómo una pequeña aldea de la península italiana se convirtió, con más ayuda de la suerte que de un destino manifiesto, en un imperio comparable al de Alejandro Magno; como se creó una entidad supranacional con algunos paralelismos con la actual Unión Europea; cómo se forjaron unas instituciones y unas formas de Gobierno –el Senado, la república, la dictadura, el Ejército- en las que todavía se reflejan las del siglo XXI en buena parte del planeta; cuál era el concepto de derechos humanos y de imperio de la ley, y cómo se reflejaban en la práctica; cómo se relacionaron el mundo griego y el romano, más allá de que éste sometiera a aquél; cómo se integró e incluso se concedió la ciudadanía plena a los pueblos conquistados; cómo se mantuvo unas gentes y unas tierras tan diversas y alejadas unas de otras cohesionadas gracias a una gigantesca y eficaz red de comunicaciones; cómo se crearon infraestructuras urbanas y servicios públicos que todavía sorprenden por su modernidad; y, sobre todo, cómo funcionaba el complejo tejido social, cómo vivían las clases privilegiadas, las medias y las bajas, los artesanos, los esclavos y los libertos, cómo fue posible que las tremendas desigualdades no provocasen estallidos más frecuentes y más graves, cómo funcionaban las economías personales y la del Estado; qué papel jugaban el espectáculo y la cultura, cuáles eran las claves del genio de los más destacados escritores. Y, por terminar esta relación –no por larga exhaustiva-, cómo la propia estructura del imperio romano, sobre todo la movilidad que propició, hizo posible, pese a las intermitentes persecuciones, el triunfo de una religión, el cristianismo, que socavó sus cimientos y, a la postre, contribuyó a su destrucción.

La mirada de Beard es escéptica. No acepta nada de entrada, ningún tópico, por extendido que esté. Solo se fía, tras pasarlo por un fino tamiz, de lo que se base en fuentes documentales, escritos, copias o inscripciones que han sobrevivido al paso de los siglos. Numerosas fotografías ilustran tanto técnicas de construcción como escenas de la vida cotidiana y el desempeño de diversos oficios, o vidas de emperadores desplegadas –y exageradas- en columnas conmemorativas.

Beard es muy consciente de que la historia la escriben los vencedores y que estos suelen suprimir incluso la memoria –no digamos las razones- de los perdedores. Así, no se atreve a emitir un juicio definitivo sobre la figura de Catilina, el conspirador al que Cicerón machacó en el Senado, con discursos que se han conservado intactos, incluso corregidos y adornados, y deja la duda de que fuese tanto un revolucionario como un tipejo dispuesto a cargarse el régimen para no pagar sus deudas. No pinta a César tan buen general como él mismo se presenta en los Comentarios a la guerra de las Galias, ni a Augusto tan justo y equilibrado gobernante como se ha consolidado en el imaginario público, ni a Calígula o Nerón tan arbitrarios tiranos como aparecen en las películas. El resultado es que el lector pierde muchas certezas y se queda con una montaña de dudas, pero con una idea sobre la antigua Roma más cercana que nunca a lo que debió ser en realidad.

La autora se muestra convencida de que tenemos mucho que aprender "interactuando con la historia de los romanos, con su poesía y con su prosa, con sus polémicas y controversias". En su opinión, "desde el Renacimiento por lo menos, muchos de nuestros supuestos más fundamentales sobre el poder, la ciudadanía, la responsabilidad, la violencia política, el imperio, el lujo y la belleza se han configurado, y puesto a prueba, en diálogo con los romanos y sus textos". Puede que resida aquí el secreto de por qué, más allá de los tópicos y los mitos, la Roma antigua no ha dejado de fascinar a las generaciones posteriores.

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