Fuego amigo

La elegancia social del regalo

Corrían los años setenta, y unos grandes almacenes españoles lanzaban el anzuelo publicitario a nuestros incautos subconscientes en los días de Navidad: "Practique la elegancia social del regalo". Eran años en que las navidades comenzaban a salir del recogimiento del seno familiar, y la gente joven miraba el reloj de reojo esperando la hora de poner fin a las cenas con los abuelos y las tías besuconas. La fiesta ya no estaba en casa, y había comenzado la costumbre del regalo al amigo imaginario.

Mucho antes, el régimen había acuñado otro mensaje publicitario antológico: "Siente un pobre a su mesa por Navidad". Era un regalo sentimental, sabía a padre Ferrer, a Domund, a misiones en la propia casa. El sentido de la caridad, que no el de la justicia, no podía permitir que un pobre pasara hambre el día de Nochebuena, mientras las mesas de fiesta rebosaban de pollos, langostinos y flanes caseros.

A los pobres los apartamos luego en albergues porque olían mal, pero la elegancia social del regalo perduró como signo de progreso. De progreso y distinción. Ahora en las bodas de medio pelo se regala un sobre con dinero, con la disculpa de que de lo contrario las casas de los recién casados acumulan montañas de planchas y minipímer que nadie quiere, mientras sus sueños rotos se bañan en las inalcanzables playas de Cancún.

En cambio, los señoritos de la trama Gürtel, como presuntamente ocurrió con Rita Barberá, la alcaldesa de Valencia, sólo buscaban practicar la elegancia del regalo. Un impulso inocente. Únicamente los malpensados pueden sostener que pretendían comprar con un bolso de Vuitton a alguien que lo lleva con la soltura exquisita de un labrador transportando un saco de cereal.

Basta verlos desfilando en la boda de la hija de Aznar, en El Escorial, para comprender que la elegancia nada tiene que ver con la corrupción. Se llevan mal. Y juro que el nombre de "escorial" ya lo tenía aquel lugar antes de que se celebrara allí esa boda.

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