Fuego amigo

Domina todas las lenguas, excepto las extranjeras

En algún sitio leí el caso de tartamudos que cuando cantan lo hacen de corrido, sin trastabillarse, como una técnica para superar su defecto en el habla. No conozco a ninguno con esas habilidades, y mira que me gustaría porque debe de ser como tener entre tus amistades a un actor de Sonrisas y Lágrimas.
Cierto es que puede ser una técnica embarazosa a la hora de declarar ante la policía ("señor comisario, el detenido ya ha cantado"), y no te digo nada si la empleas en el confesionario para contar al cotilla del cura tus pecados: no te va a creer ni borracho lo de los tres polvos seguidos con la vecina del quinto por mucho que se lo jures con música. Y te quedas sin absolución. Y te vas al infierno por una estupidez, por tartamudo cantarín y rijoso.
Demóstenes (siglo IV antes de Cristo), uno de los más famosos oradores y políticos atenienses, también utilizaba un truco. Cuentan de él que para superar un defecto de pronunciación de la erre, se metía en la boca piedrecitas, como técnica para fortalecer su lengua de trapo.
Tengo un amigo muy tímido que también echa mano de la técnica para superar su problema. Se pasa el día de coña. Tiene tan baja la autoestima que dice que sólo se le nota que es tonto cuando habla en serio. Pero exagera.

Los políticos deberían imitarlos. Rajoy, quien sin duda conoce la técnica del griego (y me refiero a Demóstenes) debió de olvidar que antes de hablar hay que quitarse las piedrecitas de la boca. Solbes, por su parte, utiliza el efecto adormidera para agotar a la audiencia.
Aznar tiene una técnica secreta, como de estar apuntando en un examen con los dientes apretados. Se gana la vida hablando, y dice tales disparates que nunca sabes, como en el caso de mi amigo, si está de coña o lo dice en serio. Él cree que habla idiomas en la intimidad, pero todos sabemos que le ocurre lo del personaje de la novela Vida y Destino, de Grossman, que domina "todas las lenguas, excepto las extranjeras".
Entre lo suyo y lo de su mujer, con golpes de humor como ese de que prefiere la foto de las Azores de su marido con Bush a la de Zapatero con Chávez, ese hogar tiene que ser una juerga continua. ¡Qué felicidad!
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Meditación para hoy: Ayer mantuve una discrepancia de opinión con uno de los editores del diario Público, donde se aloja esta columna. Él era partidario de suprimir el término cotilla para definir al cura que se dedica a oír los pecados del mundo (¡ay va, como el cordero!) tras el enrejado de su confesionario. A estas horas en que os escribo no sé si han cortado el adjetivo en la edición impresa o no. El caso es que me sirve de meditación, y así os la transmito para liaros a vosotros también, sobre si alguien cuya función es escuchar los chismorreos de los vecinos, sobre todo sus pecados, que son los que nos provocan más morbo, es o no es un cotilla (DRAE: "Persona amiga de chismes y cuentos"). Como estábamos apurados con el cierre no tuve tiempo de contarle el significado del instrumento (los curas le llaman sacramento) de la confesión en la religión católica, para institucionalizar el cotilleo, la delación, los dimes y diretes de la parroquia, pues la Iglesia aprendió muy tempranamente que la información es poder, poder que de esta manera ha podido ejercer durante muchos siglos. Hoy le sirve de poco, porque apenas utilizan el confesionario las escasas beatas que frecuentan las iglesias (ya se venden en los anticuarios preciosos confesionarios para utilizarlos de puertas de armario), y las pobrecitas feligresas la verdad es que están para pocas conspiraciones de interés para el señor obispo. Hoy la Iglesia prefiere otros canales de información como instrumento para afianzar su poder, como, por ejemplo, ese púlpito de odio llamado cadena COPE. Los confesionarios, por residuales e inútiles ya para cumplir con la función para la que habían nacido, son apenas cuevas de cotilleo inocente. Poco antes de morirse, cuando le preguntaba a mi madre ¿pero tú de qué te confiesas?, ella me contestaba con un punto de orgullo: "¡Ah! que te crees tú que no tengo pecados que contarle al cura". Como si, en esa conciencia en libertad vigilada que le inculcaron perversamente durante toda su vida, fuera pecado no tener ningún pecado del que poder confesarse.

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