Fuego amigo

Contra el vicio de prohibir

Los que somos de una generación cocinada en una dictadura sabemos que es más fácil educar en obligaciones que en derechos. Mejor dicho todavía, son sociedades donde la norma de vida está dictada por las prohibiciones, como si definiésemos mejor a una sociedad por lo que no debe ser que por lo que tendría que ser. En esas situaciones históricas resulta sumamente peligroso hablar de derechos, porque te señalan como un subversivo, porque los derechos implican una forma de libertad, la pesadilla de todo dictador.

Muchos de mis amigos decidieron no repetir los viejos modos de su educación en la república independiente de sus casas, e intentaron educar a sus hijos "en libertad". O sea, con las menores prohibiciones posibles. Nació así lo que algunos psicólogos denominaron el "niño tirano", al que no se le podía reprender (del cachete ni hablamos), ni levantar la voz, ni llevarle la contraria en exceso porque podría transportar luego el trauma hasta su edad adulta. Ir a sus casas de visita, confieso que era una tortura, no tanto por ver al pequeño tirano pegando patadas a su padre, o insultando impunemente a su madre, chillando y ahogándose en rabietas y mocos, sino por el espectáculo bochornoso de ver a mis amigos, gente ruda en su vida civil, gobernados en su casa por alguien que todavía se hacía caca en los pañales.

Hago este preámbulo porque, a pesar de mis amigos, en mi subconsciente quedó un poso, como un tic que se dispara cuando escucho la palabra prohibición. Doce años de instrucción entre curas y monjas fueron demasiados años en los que la educación decidía todo lo que no podías hacer... que curiosamente siempre coincidía con lo que más te gustaba y que amenazaba con secarte el cerebro. Eso lo saben bien las religiones: hay que prohibir, no porque tenga sentido la prohibición (meditación para hoy: ¿por qué a los dioses les molesta tanto que follemos sin su consentimiento?) sino por el mero hecho de que prohibir lo que no te gusta es una soberana tontería que, además, no crea ninguna frustración. Y un fiel sin miedo, sin frustraciones, es un infiel.

Así que, a lo que iba. Todo esto me vino a las mientes cuando leí la noticia de que los restauradores, los que se dedican a dar de comer, no los que restauran cuadros, están en pie de guerra por la anunciada prohibición de fumar en todo lugar público. Los que restauran cuadros hace ya muchos años que lo prohibieron. La Unión de Profesionales y Trabajadores Autónomos (UPTA) aventuraba ayer que el hecho de que ya no se pueda fumar en ningún local público "es la peor noticia para la hostelería".

Estas reacciones me recuerdan los años en que se hicieron peatonales los centros históricos y comerciales de muchas ciudades del mundo. En mi ciudad de Ourense, felizmente peatonalizada, la oposición de los comerciantes fue épica, hasta el punto de que alguno tuvo que vérselas con la policía y el juez por haber deshecho, pico en mano, por la noche la obra de empedrado que durante el día estaban construyendo delante de su establecimiento. Los comerciantes daban por hecho que si se impedía que la población pudiese ir en coche a comprar, las ventas descenderían. Con los años se dieron cuenta de que alguien que no está pendiente de la multa de aparcamiento o de la factura del ticket es un comprador mucho más relajado y con la guardia baja.

Los hosteleros creo que están padeciendo el mismo sarampión. ¿Qué es peor, una pareja que se tira en una terraza dos horas delante de un par de cafés, fumando como descosidos, o dos fumadores compulsivos que se toman un café deprisa y corriendo, y dejan dos sitios libres gracias a que necesitan largarse a fumar un pitillito?

Aunque la prohibición más sonada de estos días ha sido la del juez Garzón, por la que impedía que la llamada izquierda abertzale pudiese hacer tres homenajes públicos a terroristas de ETA. Todo lo que mate, como el tabaco o el terrorismo, no debe gozar de publicidad. Yo lo encuadro en la misma categoría que la prohibición de conducir con una copa de más o hablando con el teléfono móvil en la mano, o la de robar, o la de corromperse a base de cohechos, o la de financiar los partidos de forma ilegal.

Cuando alguien prohíbe algo, en un primer momento mi tic anti prohibicionista salta como un resorte. Son los viejos fantasmas que vuelven a visitarme. Pero en seguida me doy cuenta de que no debo preocuparme, que ya lo he superado, que ya me he quitado de encima el vicio de considerar a ETA como un movimiento de liberación, el vicio de fumar y el vicio de creer que el PP era un partido democrático. Y es fantástico, porque me quedo dormidito como un bebé.

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