Fuego amigo

El sagrado derecho a la huelga

La huelga está consagrada como un derecho fundamental por el Artículo 28.2 de nuestra Constitución. Es el último instrumento de los trabajadores para conseguir mejoras salariales y de condiciones de trabajo. En puridad, es una pieza clave en la larga conquista de los derechos sociales, la primera libertad, después de la de expresión, que las dictaduras de toda laya suprimen a sangre y fuego.

Al igual que en las guerras la munición utilizada debería apuntar a los objetivos militares, las huelgas son como misiles inteligentes que deberían hacer explosión tan sólo en el patrón al que pretenden doblegar.

Así debería ser. Pero por desgracia, en la sociedad de la información, los contendientes saben que los efectos del intercambio de disparos se multiplican cuanto mayor sea el llamado efecto colateral, las bajas civiles.

Una huelga de pilotos o controladores de aviación -pongamos apenas un centenar de huelguistas- puede paralizar todo un país y tomar como rehenes no sólo a sus patronos (curiosamente los que menos sufren, porque siempre terminan cobrando las pérdidas) sino a cientos de miles de ciudadanos a quienes dejan sin vacaciones en los momentos clave del año.

A esa socialización del sufrimiento le llaman falsamente efectos secundarios de la huelga, cuando en realidad se han convertido en el objetivo prioritario de los huelguistas. Algunos sindicatos minoritarios, como ahora la CGT en RENFE, que ha dejado en tierra a miles de ciudadanos que creían haber merecido unas vacaciones, le han tomado gusto a atacar a sus patronos dándoles patadas únicamente en nuestros culos.

Y aunque corre la especie de que el derecho a la huelga es sagrado, creo que algunas de ellas no hay dios que las justifique.

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