Fuego amigo

El hombre feliz no tenía camisa

Algunos ayuntamientos, como el de Barcelona, quieren limpiar las calles de descamisados. Esos turistas con calentura, generalmente incapaces de quitarse la corbata en sus países de origen, pero que aquí se dejan hasta la piel a tiras de lechoncillo rosado, semidesnudos por la calle, robando más sol del que compraron en su paquete turístico. Muchos han tomado como uniforme de turista la exhibición de sus barrigas cerveceras, de pechos colgantes alimentados con pollos hormonados (como avisaba Evo Morales), unos tatuados, otros con la piel satinada de sudor agrio, todos con la sensación dibujada en el rostro de que pasean entre aborígenes españoles a los que hay que fotografiar compulsivamente como recuerdos de caza.

En el ayuntamiento barcelonés lo consideran una falta de respeto y de higiene, a un tiempo. Y, sobre todo, de estética, como una imagen fuera de contexto. Porque si extraño resulta un bañista vestido de frac al borde de la playa, más lo es la imagen de una terraza de la Diagonal ocupada por bañistas ingleses tomando baños de sol y cervezas, por ese orden.

El contexto es la clave. En los comienzos de las playas nudistas de Cádiz, en los años setenta, sólo nos sentíamos verdaderamente desnudos cuando llegaba la Guardia Civil, vestida de verde tergal, a pedirnos los carnés. Cierto es que ante aquellos civiles predemocráticos siempre te sentías desnudo, aunque vistieses una trenka de grueso paño.

Al parecer, José Bono, preocupado por las buenas maneras y la estética, a partes iguales, ha dado orden a sus ujieres de no dejar entrar en el Congreso a nadie con chanclas o bermudas. Aunque, a tenor del comportamiento de algunos diputados del PP, no sería precisamente la vestimenta la que estaría fuera de contexto en tan solemne lugar.

Más Noticias