Fuego amigo

El catador de vaginas

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Cuanto más inmaduro es un sistema democrático, mayor es la avidez con que los ganadores en las urnas se precipitan a tomar el control de los medios de comunicación públicos (y, a poder ser, los privados) tan pronto se hacen con el poder. En el ideario del buen golpista, como primera medida cautelar figura el asalto y control de las radios y televisiones, para asegurarse el éxito de la asonada. Porque la historia la escriben los vencedores.

Lo comprobamos en el nacimiento de los medios de comunicación oficiales de las comunidades autónomas, radios y televisiones que más parecen una parodia folclórica de la vida en sus territorios que unos instrumentos para el desarrollo lúdico e intelectual. Son organismos carísimos, inútiles para el servicio a la sociedad, que provocan vergüenza ajena, pero al parecer utilísimos para el partido que los administra.

A nivel nacional, tenemos el ejemplo de las dos legislaturas del PP, que relegaron a RTVE a la tercera posición después de expulsar, con su manipulación hiriente, a buena parte de la audiencia. Es como un horror vacui, a la libertad de expresión, que prima los méritos militantes por encima de los profesionales.

Lo del Canal Nou de Valencia ya se estudia en los libros; es como un circo, donde los políticos conservadores compiten con los payasos en el arte de provocar la risa. Pero seamos sinceros, lo de Telemadrid ha alcanzado la categoría de sublime, un basurero intelectual donde el machismo o la apología de la pederastia se desayunan a diario con la propaganda del Tea Party, sin solución de continuidad.

Gracias a esta televisión sabemos, por ejemplo, que a un tertuliano, un tal Sostres, le gustan "esas vaginas que aún no huelen a ácido úrico, que están limpias". ¡Tenemos un catador de vaginas en la televisión pública madrileña, compitiendo con un escritor que cata japonesas menores de edad! Hasta ahora, lo más exótico que conocía en el gremio de la cata es a varios catadores de vinos, y sé que sufren mucho. Lo digo por las caras extrañas que ponen cuando arriman la nariz a la copa y fruncen el ceño, persiguiendo aromas de ácido acético, de corcho contaminado, de pegamento, de cuadra... siempre alerta, aguzando los sentidos, para que no llegue a nuestra mesas un vino en malas condiciones.

En cambio, nuestro catador de vaginas parecía disfrutar con su oficio, porque cuando lo contaba se moría de risa, el muy imbécil. Aunque, desgraciadamente, bien es cierto, sólo se moría en sentido figurado.

A ver si tenemos más suerte un día de estos.

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