Fuego amigo

¿Toros, fútbol o silencio?

Me cuenta un amigo el invento de un peluquero de Triana que es un ejemplo espléndido de profesionalidad. Uno llega a su peluquería, y tras solicitar un corte de pelo, el peluquero pregunta al cliente obsequiosamente mientras le coloca alrededor del cuello el sudario blanco: "¿Toros, fútbol o silencio?" No es mucho donde elegir, lo sé, aunque el silencio es siempre muy socorrido. Pero reconozcamos que es todo un detalle. Si este peluquero amplía el negocio algún día, podría incorporar política, religión, famoseo, cine, literatura... con empleados entrenados convenientemente para ese fin, para entretener el tedio y el triscar de la tijera mientras dura la tortura. A mí me da lo mismo, porque no estoy lo suficientemente loco como para atreverme a quitarle la razón a un tipo que gesticula con una tijera y una navaja de afeitar en la mano a unos centímetros de mi garganta.
Pero hay profesiones en que agradecería mucho que me dieran a elegir el menú. Por ejemplo, los taxistas. Te montas en un taxi y es toda una aventura. Te puedes encontrar al taxista que huele a rosas, recién duchado, o al que va con las ventanillas abiertas de par en par, sembrando de paso una nubecilla de caspa que acaba posándose blandamente sobre tu persona humana, mismamente, sentada en el asiento de atrás.
Y ya no digamos nada si en su menú de oferta entra de todo menos el silencio. Digo yo que podrían tomar nota del peluquero trianero. De política, mejor no hablar, pues es sabido que cada taxista tiene la receta infalible para todos los males que afectan a España, y algunos la expresan con tal pasión que parece que se van a olvidar de enderezar la próxima curva. Claro que si no hablan, lo hace por ellos la radio. Y la radio y sus tertulias, como los periódicos, es una forma indirecta de tomar partido. Yo agradecería mucho que comprendieran que el taxi no es una extensión de su vida familiar ni de la partida de mus con sus parroquianos, sino un servicio público en el que por ejemplo le preguntaran al cliente nada más entrar:¿Qué emisora prefiere el señor, la SER la COPE o Radio Clásica? ¿Ventanillas subidas o bajadas? ¿Aire acondicionado o calefacción? ¿Más deprisa o más despacio? ¿Con bronca contra los demás conductores o con paciencia? Y preguntas por el estilo. Ganaría mucho, sin duda, la calidad del servicio.
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El cabo topógrafo (II parte)

El cabo Manuel meditaba, en medio de aquel fregado, con cuánta celeridad mudan en tiempos de guerra los paisajes y las vidas. Él, que creía que ser profesor de latín en la academia Delmiro, especializada en preparar para septiembre lo más asno del alumnado español, era uno de los empeños más gigantescos que el hombre podía acometer. Ahora trabajaba de cabo topógrafo para su patria, a miles de kilómetros de ella, completamente perdido en el desierto, sin norte, envuelto en una tormenta de arena. La guerra está por aquí, a su alrededor, porque oye los truenos de las bombas que estallan como pesadillas, zarandeando de acá para allá el aire y el suelo hecho pedazos.
En medio de este curioso fenómeno atmosférico resulta muy difícil orientarse y marcar la dirección del enemigo. Ni siquiera recuerda qué aconsejan los manuales para estos casos, si es que aconsejan algo.
Parece que es a su derecha donde suenan unas explosiones tremendas, aunque no hay que fiarse demasiado, piensa, porque en las películas de desiertos había comprobado que los sentidos en las tormentas de arena traducen mal la realidad y a menudo transmiten información falsa. No recordaba en cuál de ellas había visto que lo mejor que se puede hacer es sentarse en el suelo con todos los orificios del cuerpo taponados, y esperar a que escampe. Hay que tener para ello mucha sangre fría, y no angustiarse si la arena comienza a cubrirle a uno como si se tratase de una nevada, pero de un polvo finísimo que penetra por los ojos, la nariz, la boca y los oídos, por mucho empeño que se ponga en preservarlos. Y para no angustiarse, quizá habría que estar entrenado para ello, y no ser cabo topógrafo de pega ni haber dilapidado toda una vida estudiando a Virgilio y a Ovidio. Situaciones como esta le servían al cabo Manuel para comprobar nítidamente que en la lucha por la supervivencia el latín no es demasiado útil.
Por eso no resulta extraño que hubiera actuado contra las normas más elementales de conservación. No soportó la sensación de que todo el desierto estuviesea a punto de posarse sobre él, y la idea de morir asfixiado bajo el polvo le indujo irremediablemente al pánico. Echó a correr. Se lanzó a una carrera histérica que no llevaba a ningún sitio, pues, cuando no se sabe el rumbo, el desierto es como una carretera enorme que tiene todas las direcciones posibles y ninguna a la vez. Sólo le asaltaba la angustia de estar corriendo a los brazos del enemigo.
Continuará

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