Fuego amigo

Un rey entre algodones

 

El otro día el rey nos echó una bronca, con esa media lengua graciosa de zangolotino, que no sabes si está de coña o acaba de beberse la cosecha entera de Vega Sicilia del 94. La cosa venía de largo, pues la majestad suya estaba molesta con los medios de comunicación que venían especulando últimamente sobre su salud y su extraña forma de andar, como si hubiese tenido algún percance desafortunado con un apretón intestinal. Aunque a los bien pensados como yo aquello nos parecía más un asunto de pérdida de movilidad que de otras pérdidas.

 

Pero el hombre se lo tomó a mal, y en una rabieta infantil se acercó a un grupo de periodistas para echarles en cara que querían matarlo o "plantarle un pino en el estómago". ¿Un pino en el estómago? Como las normas de protocolo son tan rígidas, ninguno de los presentes se atrevió a contestarle que lo de matarle es innecesario, y lo del pino, una crueldad: bastaría con que renunciara al trono y dejase paso a la tercera república.

 

Así se entiende que el protocolo aconseje a don Juan Carlos no salirse jamás de la fila ni hablar fuera del guión escrito, en esa existencia suya de gusano protegido del mundo exterior en su capullo, dicho sea, majestad suya, con todo el respeto que le merecemos los periodistas. Por eso a los monarcas entre algodones no puedes tocarles, ni darles la mano, a no ser que ellos la extiendan primero, ni besarles en la mejilla; un protocolo medieval nos manda saludarles de una manera vergonzante, con una inclinación de cabeza (los hombres) y una genuflexión (las mujeres); reyes a los que en los banquetes oficiales hay que ponerles alimentos libres de espinas y de huesecitos, como a nuestros niños pequeños.

 

Nosotros tenemos la culpa. Mientras lo mantengamos así, entre algodones, haciéndole creer que es un rey de verdad, nunca aprenderá a comer solo, seguirá hablando como un bebé y quizá tendré que aguantar que, en otra rabieta de niño consentido, un día de estos me pregunte: Manolo, ¿po ké no te cayas?

 

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