Fuego amigo

El libre albedrío del voto

 

La más sutil de las trampas de los sistemas democráticos es el habernos convencido de que los ciudadanos tenemos el derecho a elegir en libertad a nuestros representantes políticos. Bueno, eso cuando el poder y las grandes decisiones económicas que lo modelan todavía estaban en manos de los políticos y no en el de esos famosos mercados financieros que hasta pueden exigir el cambio en la Constitución de países soberanos.

 

Claro que la contrapartida a la falta de libertad para elegir a nuestros representantes es todavía peor. Es la que abre la puerta a las dictaduras o a la aristocracia, es decir, "el gobierno de los mejores", de los que se creen los mejores según su propio baremo, los que, ya en democracia, añoraban el llamado "voto de calidad" de la aristocracia cultural, un voto al que querrían asignarle el doble o el triple de valor que al del analfabeto.

 

Y digo lo de la aparente libertad democrática porque el ruido mediático y la acumulación de los mensajes y su capacidad subliminal de manipulación es tal que uno ya no sabe si lo que piensa es de su propiedad intelectual o se lo han cocinado en alguna fábrica de pensamiento.

 

Es la teoría del libre albedrío, esa trampa que sostiene, sobre todo, el edificio de las religiones, y sin cuya existencia los dioses pasarían a ser unos sádicos por dar vida a criaturas a las que saben que tendrán que condenar luego eternamente. De no ser por esa trampa filosófica, los seres humanos no seríamos responsables de nuestros actos y, por lo tanto, los dioses no podrían condenarnos por ello.

 

Y sin embargo, ya veis, el 20 N vamos a ejercer nuestro libre albedrío, a pesar de que el dios de la democracia conoce previamente que va a crear una criatura defectuosa. Están locos los dioses.

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