Fuego amigo

Mañana comienza el futuro imperfecto

El moribundo 2005 llega a su fin, anestesiado de azúcar y burbujas para el tránsito sin traumas a la otra vida. Los cavas (catalanes, por supuesto), roscones de reyes, ladrillos de almendras, polvorones, yemas de Santa Teresa y todo tipo de confitura en sus formas más perversas, al acecho en los cajones y armarios de la casa, han arruinado en pocos días mi porte antaño elegante. Cierto es que el enemigo no estaba escondido únicamente en el dulce hogar: pones un pie en la calle en estos días y ya tienes al acecho a alguien que te invita a comer o a cenar, ya sean amigos, suegros, compañeros de trabajo, o incluso algún ser querido, que parecemos todos la parodia de un cuento de Asterix que ha de terminar forzosamente en el gran banquete, con lo fatal que sienta el jabalí por las noches, sobre todo al pobre jabalí.
Y eso que había jurado que este año no caía en la trampa, que bastante tenía con capear mi obsesión por las colonias, que me están arruinando. Cierto es que estos días apenas he visto colas en las perfumerías, a pesar del empeño de los publicistas en contagiarnos el encefalograma plano de sus fragancias. Por cierto, ¿es necesario hacer tantas tonterías delante de la cámara, sumergirte en pelota picada en lagos helados y cascadas salvajes, o jadear a gritos como si estuvieses echando el polvo de tu vida, porque te has puesto un par de miserables gotas de colonia?
Donde sí había colas kilométricas era en la pescadería. Esta mañana, al pasar junto a la de mi mercado, creí que Rajoy le tenía montada otra manifestación al pobre pescadero (por lo menos diez personas apiñadas por metro cuadrado, aplicando las leyes de la geometría particular del PP). Pero era una ilusión óptica. En realidad, dos: pues ni el pescadero es pobre, porque se está forrando con la droga dura de los langostinos congelados, de un color sospechoso, capturados en las mareas de verano, hibernados, quizá, por el mismo publicitario que congela a los actores de las colonias; y porque eran compradores los que allí había, que en lugar de acudir a una mani con el bocadillo pagado, hacían cola disciplinada para abonar de su bolsillo precios de disparate por la mercancía menos fresca de todo el año.

Los precios, en cambio, no estaban congelados. En mi despiste, hasta llegué a pensar de algún precio que se trataba del número de teléfono del pescadero, que lo clavaba graciosamente en el ojo de la merluza de pincho para que le encargásemos más cómodamente los pedidos por teléfono.
Así que me he visto obligado a escribir nuevamente a los reyes magos (a los dos blancos, pues el negro sigue varado en el estrecho) para advertirles de que no me esperen en la próxima cabalgata de Reyes, que lo siento, pero no me cabe un caramelo más en el cuerpo.
Y a todos vosotros, que entréis con salud en 2006, en el futuro imperfecto, o sea, mañana mismo.

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