Fuego amigo

Su reino es de este mundo

Creo que una de las razones del éxito del radicalismo cristiano de los últimos años, comenzado por Juan Pablo II y continuado con mayor energía, si cabe, por su gran inquisidor Ratzinger, ya Benedicto XVI, es la reacción y contrapeso a la pujanza misionera de los países islámicos. Y digo bien países islámicos, mucho mejor organizados y cohesionados por su religión, como común denominador, que los cristianos. Reunidos en un bloque más o menos homogéneo dentro de la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), forman parte de ella 57 países, de los 251 soberanos del planeta.

Ya el hecho de definir un país como islámico, es decir, donde la doctrina religiosa del Islam es la ley misma o su inspiradora, retrotrae a esos países al estado mental, social y económico de la alta edad media, en la que imperaba la verdad revelada de los dioses (falsos, como bien sabéis), administrada sabiamente por sus sacerdotes. A este lado de la trinchera, el santo Josemaría Escrivá (antes Escriba) suspiraba por estar al frente de una comunidad de fieles con la "fe del carbonero", que, en la escala de valores de un marqués que soñaba en vida con la santidad, era algo así como el escalón más bajo de la sociedad. Las religiones los prefieren carboneros, incultos, de fe ciega, que son los que ya no tienen nada que perder pero mucho que ganar, y a los que es fácil convencer de que un cinturón de explosivos adosado a la cintura puede catapultarles al paraíso. En trozos pequeños, pero directamente al paraíso.

Lo malo es que en los países cristianos quedan pocos carboneros, mientras que en los islámicos, la mayoría de ellos los más pobres de la Tierra, todos son carboneros, cuando no simplemente carbón mismo. El perfecto caldo de cultivo para los salvadores. Mientras la iglesias cristianas se despueblan, las rebosantes madrasas y mezquitas de todo el mundo se radicalizan.

Ayer, por ejemplo, en Yakarta, la capital de Inonesia, uno de esos estados donde se gobierna mediante la ley islámica, la sharia, se reunieron cerca de 100.000 personas para pedir el establecimiento del gran Caifato mundial que unifique a todos los países islámicos ¡incluido España! Yo imagino la envidia del Vaticano ante noticias como éstas, admirado quizá de la habilidad de sus colegas vendedores de dioses para extender su producto por todo el mundo con éxito tan certero, incapaz de detener la sangría de fieles incluso en sus propios territorios históricos, donde los carboneros de América, de norte a sur, son seducidos por los talibanes de las iglesias evangélicas.

Por eso, episodios como éstos me hacen pensar que la radicalización lenta pero progresiva de los católicos, desde Polonia a España, está siendo animada por los departamentos de imagen de la Curia romana, como la única estrategia posible contra la invasiva radicalización islámica y de las iglesias evangélicas, dueñas de poderosas cadenas de radio y televisión, a falta de capillas sixtinas, que están depredando su territorio.

A este lado de la civilización nos puede parecer ridículo, cómico y trágico que una iglesia pretenda imponer su criterio a toda la sociedad en contra del divorcio, el aborto, el matrimonio homosexual, la asignatura de Educación para la Ciudadanía... Pero toda esta carga ideológica, transportada en el tiempo, en un salto atrás de siglos, a ese lugar nebuloso y medieval al que los curas talibanes de toda laya les gustaría confinarnos, y en el que se encuentran la mayoría de las repúblicas islámicas o los habitantes de algunos estados de la América profunda, esa ideología retrógada cobraría entonces una lógica rotunda, la que justifica la fe en seres mágicos como un principio superior al de la razón.

Y por si alguien piensa que es mejor, en todo caso, el radicalismo de Rouco, Ratzinger y Cañizares que la amenaza del califato panislámico propuesto ayer en Yakarta, no tiene más que entrar en una biblioteca y repasar la historia del cristianismo y de cómo el emperador Constantino nos convirtió a media humanidad a su fe, a golpe de hostias, de torturas y a cristazo limpio.

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