Fuego amigo

No sirven para vivir ni para morir

 

No he de callar por más que con el dedo...

 

Tercer dies horribilis para el partido que dios guarde en la oposición muchos años. El pleno del Tribunal Constitucional, por once votos contra uno (¿a ver si sabéis de quién?) ha avalado la Ley de Igualdad por la que se establecía la obligación de los partidos a presentar listas paritarias de hombres y mujeres a las elecciones. El PP había interpuesto un recurso de inconstitucionalidad, y ayer supieron que, una vez más, su política de querer ganar en el Constitucional lo que pierde en el Parlamento ha vuelto a fracasar.

 

Pero cuando digo que era un tercer día horrible me refiero sobre todo a que la resaca del "caso Lamela" continuaba barriendo como un tsunami todos los rincones de España.

 

El que no pidan perdón ya es anecdótico a estas alturas. El debate ahora se centra en la necesidad de establecer unos protocolos de actuación precisos para que los médicos que atienden a los enfermos terminales no se encuentren en total indefensión, al albur de que cualquier juez recién comulgado pueda admitir a trámite los delirios místicos de los ultras cristianos. El siguiente paso será, inevitablemente, elaborar esa ley de eutanasia a la que el PSOE le tiene más miedo que a un nublado.

 

Ayer nos recordaba el doctor Montes que por culpa de la secta ahora se muere con peor calidad de muerte, con dolor físico y moral. También ayer me acordé de la muerte de mi madre, una agonía que duró meses. Sus convicciones cristianas le llevaron en sus últimos días a un delirio semi inconsciente en el que pedía perdón a dios a todas horas, como un mantra angustioso, por si se había olvidado, decía, de confesar alguno de sus pecados. Tenía 86 años y una memoria quebradiza, pero los curas le habían alimentado hasta el lecho de muerte el sentimiento de culpa, la columna vertebral de su gran patraña.

 

Allí comprendí que, sin la ayuda de una dosis mayor de calmante, sin un doctor Montes piadoso, las religiones no sirven siquiera para morir. Ya sabemos de su inutilidad para este mundo, excepto para los dueños de esa industria, pero fue así como llegué a saber que mi madre les había regalado toda una vida a cambio de un producto final fraudulento que ni siquiera le procuró una buena muerte, como le habían prometido engañosamente en el folleto que le leían diariamente en misa.

 

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