Fuego amigo

El encarnizamiento obituario

Si uno es un hideputa, lo es hasta la muerte. Sólo España pudo haber parido el dicho de "por mal que los hagas en vida, a tu muerte saldrás a hombros, como los buenos toreros". A mí, que soy un antitaurino racional, que no visceral, jamás se me ocurriría ir a la plaza de toros a sacar a hombros al torero que acaba de torturar a un toro. Un hideputa es un hideputa, sea torero o registrador de la propiedad, así que ni se me pasaría por la cabeza celebrar sus triunfos o llorar en sus entierros. ¡Ah! Pero la clave está en que yo no soy político.

Un político como Mariano Rajoy, para quien Polanco era la representación más acabada de un hideputa, al que había que hundir como fuera, intentando primero meterlo en la cárcel con la connivencia de jueces prevaricadores, y si no, promoviendo un boicot económico a sus empresas, un político como él, con el Estado en la cabeza y las elecciones a ocho meses, tiene que tragar saliva y declarar ante la prensa que el hideputa de Polanco era uno de los empresarios más influyentes y no sé cuántos piropos más. Le faltó regalarle su lisonja preferida: que era un hombre decente, gente corriente, como su cuenta bancaria.

Polanco, como el Cid, ganó una vez muerto su última batalla, la de ver desde su nube cómo la derecha que tanto le odiaba desfilaba disciplinadamente por la capilla ardiente de su cuerpo frío. Todos sus enemigos pasaron por caja, por su caja, y hasta el cura hizo el paripé del responso para rogar al dios que no existe que le acoja en su cielo inventado. Él, que para la Iglesia era la encarnación del mal.

Todo un País, y hasta El Mundo entero, le honró con panegíricos y exequias de hombre de Estado. Porque Polanco era algo más que un vendedor de libros y periódicos. Les daba miedo hasta muerto. Tanto miedo que nadie quiso salir borroso en la foto. Y tal como ocurre en estos casos, todo fue desmesurado.

Su propio periódico, preso del más colosal síndrome del capataz que vieron los tiempos, dedicaba la noticia de su muerte a cinco columnas, al mismo tamaño que el asalto de Tejero al Congreso, que el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, que el comienzo de la guerra en Irak, que la expropiación de Rumasa, que la entrada de España en la Comunidad Europea, que la caída del muro de Berlín...

Si es verdad que uno de los rasgos de su carácter era la sencillez en el trato, este encarnizamiento obituario le hubiera parecido deplorable, una especie de traición a su conducta vital. No lo sé, no le conocí ni me dio de comer, pero su aspecto de "gañán pero arreglao", su apuesta empresarial al servicio de los mismos valores morales que yo profeso, me transmitió siempre una corriente de simpatía, la del hombre hecho a sí mismo, más listo que el hambre. Por eso, veinticinco páginas de El País, una tras otra, con la SER convertida en un panegírico continuo durante veinticuatro horas, me han parecido un despropósito, una desmesura.

Espero que allá donde esté no le llegue el ruido de la exageración ni le salpiquen las lágrimas de cocodrilo de esa derecha que ayer rezaba, con el culo apretado, por el alma de su hideputa favorito. Que descanse en paz. Que descanse por nosotros.

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