Fuego amigo

Se busca psicólogo

He oído en la radio que Esperanza Aguirre ha decidido conceder no sé qué medalla de Madrid (lo oí en el coche, no me dio tiempo a apuntar) a los seis soldados españoles muertos en Líbano. Al parecer ha tomado esta decisión espoleada por el diario El Mundo, quien esta mañana amanecía con un titular que marcaba la hoja de ruta de la jornada para la tropa del PP: "El Gobierno niega a los muertos la medalla a caídos en acción bélica". ¿Cómo es posible semejante desatino?, se habrá dicho la presidenta madrileña, que sabe un huevo de medallas y honras fúnebres. ¿Cómo es posible que Zapatero "sólo" les conceda la Cruz al Mérito Militar con distintivo amarillo destinada a los fallecidos "como consecuencia de actos de servicio que entrañen grave riesgo?" Amarillo, por dios, ¿no hay por ahí un color con mejor fario?

Es uno de los rasgos de su carácter, quizá como entrenamiento hacia su meta inconfesada, tal como las niñas se entrenan a ser madres con las muñecas y los niños aprenden a ser unos cafres con los juegos bélicos: llegar a ser presidenta del gobierno el día de mañana, o de pasado mañana, si es posible. Se ha fabricado para ello una especie de República de Saló, un estado de juguete en el que la niña Espe juega a entregar medallas, como hace papá, a boicotear las leyes antitabaco de sus mayores, a sumarse al boicot contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía, porque ella quiere ser una niña rebelde, porque El Mundo la hizo así, porque nadie la ha tratado con amor...

Su enemigo político más directo, Alberto Ruiz Gallardón, el alcalde de Madrid, también quiere ser presidente de su pequeña república. Así que eso de que sus ministros de juguete sean sólo concejales se va a acabar. Intentó rebautizar sus cargos con el pomposo nombre de "consejeros", como los ministros de la república de su querida enemiga, para no ser menos, hasta que la cópula del partido (cuando la cúpula jode se llama cópula) tuvo que poner paz en lo que parecía una guerra en ciernes entre las dos repúblicas de juguete. Pues ya no te ajunto, se dijo Gallardón. Ni concejales ni consejeros: "delegados", que es como se llaman ahora los gobernadores civiles del gobierno central.

Para rematar el panorama del estado psicológico de la tropa popular, su juez de cabecera, Fernando Grande-Marlaska, después de haber prohibido incinerar los cadáveres de los soldados muertos en Líbano, buscando a Yak (¡qué perfume!), tiene que rendirse a una evidencia que ya conocíamos todos menos él: que los cadáveres no estaban confundidos, que no había un brazo de uno en la caja mortuoria del compañero, en fin, que las muestras de ADN estaban correctamente asignadas a sus dueños, y no como ocurrió con aquel fiasco del Yak-42, donde lo único cierto es que el ministro Trillo mintió hasta la náusea a los familiares de los fallecidos y al pueblo soberano. Ya vendrán más días de gloria para este juez mediático, que, al igual que los niños Espe y Albertito, sueña con un aura de juez estrella como Garzón. Pero que no sea ansioso, todo a su tiempo.

Si sabéis de un buen psicólogo que les pueda echar una mano, decidlo ahora o callad para siempre.
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Meditación para hoy: el otro día un piloto de carreras polaco, de Polonia, la mayor reserva de cristianos fundamentalistas de la cristiandad, casi se parte el alma a 280 kilómetros por hora en una curva del circuito de carreras de la fórmula 1 en el GP de Canadá. Son esas velocidades de las que siempre se dijo que si chocas con un muro no te salva ni dios. ¿Ni dios? Al parecer el papa Wojtyla estaba al quite, en vista de que el despistado de dios está desaparecido desde el séptimo día en que se tiró a la Bartola a descansar. El piloto se llama Robert Kubica, y al parecer siempre corre con una foto dedicada por Juan Pablo II entre su mono de trabajo.

Ya sé que el Vaticano busca desesperadamente ese milagro definitivo que catapulte a la santidad a Juan Pablo II. Y pegarse una torta a 280 kilómetros por hora, y salir vivo, es lo más parecido a un milagro. Pero digo yo ¿no hubiese sido más milagroso que el manazas del tal Kubica hubiese conseguido dar la curva a esa velocidad de vértigo sin sufrir daño alguno, y ganar, de paso, la carrera? ¿Por qué los santos milagreros olvidan siempre esos pequeños detalles? ¿Era necesario partirle no sé cuanto huesos al pobre piloto para satisfacer sus ansias desmesuradas de subir a los altares? ¿Así es cómo paga Roma?

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