Memoria Pública

Luces y sombras de la memoria histórica y democrática andaluza

Jesús de Manuel Jerez

No dudo de que algo en el mundo, fuera de estos muros, sigue luchando contra la infamia, contra la mentira, contra la crueldad demencial de los enemigos de la vida.

Marcos Ana

Fernando Macarro Castillo, hijo de Marcos y Ana, de los que tomó su seudónimo literario, pasó 22 años en las cárceles de Franco, casi tantos como los que estuvo en una prisión surafricana Nelson Mandela. Marcos Ana fue condenado a muerte y si escapó al fusilamiento fue solo por ser menor de edad en la época en que sucedieron los hechos que se le imputaban.

Nelson Mandela se convirtió tras ser excarcelado en símbolo mundial de la libertad y la igualdad racial y llegó a ser presidente de su país. Marcos Ana, en cambio, no se libró de una campaña de linchamiento de una cadena de TV de la derecha extrema en 2010, que daba por ciertas las acusaciones de un tribunal de la dictadura.

La misma semana en que murió Marcos Ana, otra cadena de televisión, de mayor audiencia, estrenó una serie que banaliza y distorsiona la figura de un criminal fascista como Serrano Suñer, responsable directo del envío de miles de exiliados republicanos a los campos de exterminio nazis y que es presentado en la ficción como un galán seductor, sin mayor pecado que el de asaltar camas al margen de su matrimonio.

En otros países de nuestro entorno europeo, donde el fascismo fue derrotado en 1945, sería impensable que una televisión convirtiera en verdugo a una víctima del totalitarismo o que una telenovela tuviera por asesor histórico a un revisionista. Como sería inimaginable que se celebraran homenajes públicos a los criminales fascistas. Y sin embargo, en España es posible porque aquí los crímenes del fascismo nunca fueron juzgados y porque tras casi cuatro décadas de democracia no hemos conseguido instalar un relato que haga justicia a la dictadura y a sus víctimas.

Ni la justicia, que apartó a un juez de la carrera judicial por pretender investigar los crímenes de Franco y la corrupción de sus herederos políticos, ni la educación, donde la república y la guerra civil no se estudian o se estudian mal, ni la cultura, que aquí no ha pasado de producir películas como La Vaquilla mientras Italia nos legaba Novecento, han sido capaces de establecer una verdad histórica que distinga claramente entre quienes defendieron la legitimidad republicana y quienes se sublevaron violentamente contra ella. Entre nosotros ha prevalecido a menudo un relato de "guerra entre hermanos", equidistante entre los demócratas y los militares que desencadenaron una contienda que causó centenares de miles de muertes y una política de extermino que se cobró la vida de más de 130.000 personas, la mayor parte de las cuales yacen enterradas aún en fosas comunes y en las cunetas de nuestras carreteras.

Sus hijas e hijos, en la mayor parte de los casos, han muerto sin que la democracia les diera la posibilidad de dar a sus familiares un entierro digno, de tener un lugar donde llevarles flores, donde recordarlos como cualquier persona recuerda a sus seres queridos. Pero quedan muchos nietos que no se resignan a que siga pasando década tras década con sus abuelos en fosas comunes.

La represión franquista se cebó especialmente con Andalucía. 47.000 de sus víctimas, más de una de cada tres, son andaluzas, lo que hace que en nuestra tierra sea aún más necesaria una ley que impulse los principios de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición que promueve el Derecho Internacional y recogen las recomendaciones de Naciones Unidas, que ha denunciado a España por sus incumplimientos en este terreno.

Andalucía necesita ya aprobar la ley de memoria histórica y democrática cuyo proyecto redactó Izquierda Unida en la legislatura anterior y que ahora se debate, de manera errónea, en opinión de las víctimas del franquismo y del movimiento memorialista, en la comisión de cultura del Parlamento de Andalucía. Una ley como ésta merecería debatirse en la comisión de justicia, ya que hablamos de crímenes de lesa humanidad, o en la de presidencia, por su carácter transversal, y los restos de las víctimas merecen ser tratados como algo más que ánforas fenicias.

Necesitamos ante todo una ley de memoria histórica que asuma el reto de exhumar a esas 47.000 víctimas e identificarlas, cruzando su ADN con el de sus familiares,  y que afronte la tarea de recoger testimonios orales y documentos que permitan construir una relación de hechos históricos probados y hasta ahora en gran medida ignorados. Sólo así será posible que nunca más se banalice a los asesinos ni se confunda a víctimas y victimarios.

Ahora bien, esos objetivos requieren un esfuerzo inversor consecuente, si de verdad nos importan los valores por los que murieron esas decenas de miles de andaluzas y andaluces, si nos tomamos en serio su memoria, su recuerdo, para que nunca más el fascismo y la muerte prevalezcan en nuestra tierra. Esfuerzo que está muy lejos de los poco más de 300.000 euros previstos en el proyecto de presupuestos de 2017 de la Junta de Andalucía para exhumaciones y pruebas de ADN. A ese ritmo, harían falta más de 230 años para concluir la tarea. Y son ya demasiados 80 años de espera, de heridas abiertas hechas de terror, silencio y miedo, de dolor heredado de generación en generación.

Los hechos nos demuestran que aún hoy sigue siendo necesario luchar "contra la infamia, contra la mentira, contra la crueldad demencial de los enemigos de la vida". Se lo debemos a Marcos, a Federico y tantas víctimas anónimas que nos esperan desde hace demasiado tiempo en las cunetas.

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