Cabeza de ratón

El hombre en la burbuja

Viven entre nosotros pero no son de los nuestros. Una barrera invisible les  separa de los seres humanos comunes, del hombre de la calle. El hombre de la calle era un genérico de uso común hace unos años, empleado para referirse a las personas corrientes y molientes cuyos nombres y apellidos no contaban a título individual sino como parte de un todo anónimo, invocado por los medios de comunicación para hablar, casi siempre en vano, en nombre de la opinión pública. El  acendrado sexismo del lenguaje excluía a la mujer de la calle, un término peyorativo que calificaba una conducta amoral.

Del otro lado de la barrera están los otros, los hombres que no pisan la calle, sus zapatos no se desgastan en aceras ni calzadas, se deslizan sobre mullidas moquetas o brillantes entarimados. Ellos sí tienen nombres y apellidos, cargos y privilegios. Son personas de carne y hueso con sangre en las venas, a veces les vemos retratados en los periódicos y en las pantallas pero nunca les encontraremos sobre el asfalto, ni en los transportes públicos, ni en los bares de esquina, nunca entablaremos una conversación con ellos, solo hablan con los suyos, y este "suyos" suele indicar una relación de dependencia, casi de pertenencia, fuera del círculo familiar solo se comunican con sus empleados o sus servidores, o con sus iguales.

El hombre sin calle ni se rompe ni se mancha, nunca se pegará un chicle en las suelas y no tendrá que pedir perdón por tropezar con alguien en la vía pública. Pasa del interior confortable de su casa a su garaje donde le espera el chófer que les transportará detrás de sus cristales tintados al aparcamiento de su empresa y allí tomará un ascensor reservado para desembarcar en su despacho al que no llega el ruido de la calle, el rumor de una multitud que el solo conoce a través de datos, cifras y estadísticas. Los datos de sus "eres", las cifras de los que eran y han dejado de ser y de sumar en sus nóminas. Las desalmadas estadísticas que cuantifican el paro y los desahucios solo representan números sin rostro, seres anónimos, intercambiables, prescindibles. Las pérdidas de los demás son sus ganancias y solo finge preocuparse por las primas de riesgo y los datos de la macroeconomía, su vida y sus cuentas están blindadas, protegidas por ese mismo escudo que se interpone entre ellos y nosotros. A veces dan consejos, o dictan profecías autocumplidas. Son empresarios que desmantelan sus empresas al tiempo que incrementan sus beneficios, son banqueros, financieros, políticos, "hombres burbuja" que viven en un mundo acolchado.

Hoy el "hombre burbuja", aislado en el habitáculo de su automóvil, inscrito a nombre de la empresa o del Estado, se encuentra inmovilizado, atrapado en un descomunal atasco en el camino a su despacho, amortiguado llega a sus oídos un coro de bocinas desafinadas. Apenas doscientos metros le separan de su destino. El hombre sin calle se impacienta, a través de los cristales oscuros observa, en blanco y gris, los rostros crispados de los conductores que hoy llegarán tarde a sus puestos de trabajo precarios y contempla sobre las aceras el paso de una multitud atropellada. La tentación le vence, recorrerá a pie la distancia restante. Sí, hoy pisará la calle ancha y ajena, dará el paso. Hace muchos años que sus zapatos no tocan las aceras y nota un tacto extraño en las plantas de sus pies. La multitud camina en sentido contrario, la multitud siempre camina a contracorriente y ese flujo incesante le arrastra. Es una multitud enfurecida que porta pancartas y profiere consignas vejatorias y amenazantes contra los de su clase. Intenta refugiarse en un banco amigo para encontrar asilo temporal frente a la avalancha pero un guardia de seguridad le corta el paso. En previsión de posibles altercados la sucursal ha cerrado sus puertas. Se deja llevar por la marea, olas de indignación le arrastran y con aprensión percibe miradas que le identifican y clasifican como el enemigo. "Es un político", "Es un banquero", escucha comentarios a sus espaldas. Hace mucho tiempo que no pisa la calle. Hace mucho tiempo que no siente miedo. La multitud le empuja le lleva casi en volandas hasta las barreras policiales y piensa que encontrará protección entre las fuerzas de la ley que le identificarán como uno de esos hombres que hay que preservar de todo mal, uno de los elegidos. Está mirando al suelo y no ve venir el primer porrazo que cae sobre sus hombros... Protesta y por unos segundos, mientras le meten a empujones en el furgón, se siente como un indignado más. Mal día para cambiar de acera.

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