Cabeza de ratón

O las uvas o la guerra

O las uvas o la guerra, era el ultimátum que el embajador español, interpretado por Alberto Closas, lanzaba al gobierno de una república sudamericana en una comedia de Joaquín Calvo Sotelo llevada al cine. Las uvas de Almería se habían convertido en una prioridad del gobierno franquista, había que dar salida a los excedentes de una prolífica cosecha y  todos los restaurantes del país estaban obligados a incluir en su menú estas uvas patrióticas y simbólicas, uvas de la suerte o de la ira.

Me viene a la memoria (mala memoria) este recuerdo de los tiempos autárquicos cuando, a causa de la globalización tan ponderada y de las oscuras maniobras de la UE, las frutas y verduras españolas, los lácteos y los productos cárnicos sufren por el veto de Rusia. Víctimas propiciatorias de políticas ajenas, los agricultores y ganaderos de este país situado a la cola del Mercado Común (denominación de origen que sigue definiendo a una comunidad de intereses puramente económicos pese a todas sus coartadas) se enfrentan a una coyuntura catastrófica. Confieso que nunca he llegado a entender los mecanismos con los que funciona la política agraria y ganadera de la UE. Hace años escribí un reportaje sobre las frutas de Lérida, dentro de una serie que trataba de infundir cierto optimismo sobre las expectativas de algunos sectores productivos de nuestro malhadado país, que conocí gracias a los buenos oficios de mi buena amiga Victoria Sol, quien cambió las turbulentas aguas del periodismo por las arenas movedizas de la exportación de frutas como heredera de una acreditada empresa familiar.

El sector hortofrutícola funcionaba bien, al menos en Catalunya y Aragón, pero había aspectos que no llegaba a entender. En un pueblo de Lérida vi una huerta de melocotoneros con hermosos y vistosos frutos pero, en un supermercado cercano los melocotones —más pequeños y mal encarados— procedían de la importación de algún país latinoamericano. Los melocotones autóctonos eran frutas prohibidas para los autóctonos del lugar y del país. Sigo sin entenderlo del todo, sigo sin comprender la lógica del asunto y observo a diario cómo el sector de la distribución se impone y avasalla al de las materias primas, base y sustento, en el sentido literal del término de todo el sector.

La Unión Europea marca lo que tenemos que producir, cuándo, dónde y cómo perjudica a unos —sectores y países— y beneficia a otros en función del peso político y económico de cada país miembro, y el peso de España es leve y subsidiario, aunque, con una Industria agonizante y una economía depauperada, debería darse prioridad a los productos básicos de alimentación, al menos hasta que aprendamos a comer ladrillos y a devorar turistas.

Las medidas paliativas y las limosnas se repartirán entre las víctimas inocentes del veto ruso. Los productos perecederos afectados irán a parar a los bancos de alimentos, pero el hecho de que esos bancos existan indica que el hambre en España vuelve a ser un problema de gran calado, además la caducidad de frutas, verduras o lácteos y la falta de cámaras frigoríficas para esos excedentes indican que una gran parte serán dedicados, en el mejor de los casos, a la transformación en materias combustibles.

Hablando de vetos, de rusos y de injusticias, recuerdo un chiste polaco de los años en los que el Pacto de Varsovia estaba en plena vigencia:

Un maestro pregunta a sus alumnos qué pasaría si mañana se impusiera en el desierto del Sáhara un sistema parecido al nuestro. Que tendrían que importar arena de la Unión Soviética, contesta el  estudiante más destacado, más que probable disidente en el futuro.

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