Multiplícate por cero

El rey destronado

Llevo toda la vida oyendo ese axioma de que “el cliente es el rey”, pero la mayor parte de las ocasiones en que he sido cliente me he encontrado con que ni soy reina, ni princesa, ni tan siquiera familiar lejano. Más me he asemejado a la falsa moneda, esa que de mano en mano va y ninguno se la queda. Y he llegado a la conclusión de que el único rey es el vendedor y/o instalador-reparador.

He de confesar que en mi casa hay un maleficio por el que los electrodomésticos no llegan en buen estado a la mayoría de edad, así que tengo experiencia con las garantías. Tan harta estaba del escaqueo general cuando los aparatos se estropean, que el último me decidí a comprarlo en una tienda que ha sido el paradigma del servicio al cliente. Más caro, pero al final mejor, porque ahí jamás hay problemas. Pero tampoco allí fui reina.
 
Así que cuando la campana extractora de humos de la cocina dio sus últimas boqueadas, me dirigí sin dudarlo a la tienda emblemática a encargar otra. Tras veinte días de espera, llegó la campana, pero el que la transporta no es el mismo operario que la instala, así que hay que volver a hacer gala de paciencia y aguardar a que llame el instalador. Y cuando finalmente lo hace, lo que dice es: “Voy a pasar dentro de media hora por su zona”. Tú, que estás trabajando y que no puedes dejarlo todo para acudir rauda y veloz a recibir al instalador, explicas lo que llevas años diciendo: me tienen que avisar con tiempo porque trabajo y no estoy en casa (ni el resto de la familia).
Esperas que entonces te diga un día y hora concretos, pero te contesta “Bueno, pues la volveré a llamar”. Y te quedas con cara de tonta.

Consigo que alguien se quede en casa el día D. Llegan, instalan la campana y todo funciona. Pero cuando, a la media hora, se vuelve a apretar el interruptor de la campana, uno de los halógenos ya no se enciende. No hay problema, me digo, porque el servicio al cliente es lo primero. Pero olvidaba que soy –otra vez– el puchingball: quien me lo vendió dice que la cosa ya no va con ellos, que llame al servicio de asistencia “de la marca”. Por supuesto, en el servicio de asistencia me aseguran que eso es cuestión de la tienda y que la garantía no cubre las luces, sino sólo el motor. Me explican que las luces pueden fundirse por una subida de tensión y eso no es responsabilidad de la marca de electrodoméstico. Pero tampoco será mía, le digo. ¿Qué hago? ¿Llamo a la compañía eléctrica? Seguro que también se escaquearía…

Sectores

No me extraña que el sector de electrodomésticos sea, junto con el de telefonía, banca y electricidad, el que más quejas de los consumidores recibe. El año pasado, los consumidores presentaron en total 1.222.392 quejas y consultas, de las cuales 250.000 fueron reclamaciones. A ellos, como a mí, una vez vendida la mercancía, si te he visto no me acuerdo.

De hecho, según el Índice de Satisfacción del Consumidor, la demora en el servicio y la reparación incorrecta acumulan el 75% de las quejas de los usuarios en lo que se refiere a la asistencia técnica de electrodomésticos. Sin embargo, sólo el 61% de los que tuvieron problemas en este servicio tomó medidas, mientras que el resto (cuatro de cada diez) no hizo nada para que se lo solucionaran.

Como a pesada no me gana nadie, yo, la falsa moneda, vuelvo a llamar al vendedor, quien me ofrece, “como un favor”, darme un halógeno para que lo instale yo misma. Ni por un momento se me pasa por la cabeza trastear en la campana extractora recién comprada para que, si luego se estropea (aún más), me digan que ha sido por manipularla yo.

Y, de repente, la solución: vendrá una persona a instalarme el halógeno. ¿Ha triunfado el sentido común, la responsabilidad frente al cliente, me he vuelto tan convincente que no se me niega esta reclamación descabellada? Nada de eso. Está pendiente de que vengan a instalarme otra cosa y aprovecharán el viaje para instalar el halógeno. Lo que está claro, en mi opinión, es que los reyes debemos reclamar nuestro trono sin desfallecer. Animo a todos. Sólo así podremos volver a creer en la
monarquía.

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