O es pecado... o engorda

Un pecado sabroso

De rentrée posveraniega, vuelvo un poco a los orígenes, al título de este blog. No voy a caer en la tentación de admitir que vuelvo con quilos de más. O sea que lo de "O engorda", lo vamos a dejar de lado por el momento. Esto va más por lo de "O es pecado". O sea, por la parte de la gula. Un pecado, de verdad, muy interesante.

Porque hay pecados en los que, por el mismo hecho de sucumbir a ellos, ya experimentamos un cierto castigo: esa agotadora violencia de un ataque de ira, el resquemor oscuro de la envidia, la inquietud de la avaricia... En cambio, hay pecados que acarrean puro placer en sí mismos: como la lujuria o como la gula. No es casualidad que sexo y gastronomía vayan a menudo en paralelo.  la gula de El Bosco

Pero si los de la lujuria han sido casi siempre "secretos de alcoba", la gula no puede tener secretos. Es, claramente, un pecado público. Porque el de comer suele ser un acto en compañía y las actitudes compulsivas de los tragones son difíciles de disimular. Y porque, para mayor escarnio, hay una inevitable evidencia física: un agujero más en el cinturón, un botón a la altura del pecho que parece que vaya a salir disparado al ojo del vecino o una imposible de ocultar "cara-pan".

Sí, la gula para algunos puede ser un pecado un poco vergonzante. No sólo porque conecta directamente con nuestra animalidad, con el olfateo, con el ansia cazadora y devoradora... sino porque también es una rendición manifiesta a nuestras necesidades corporales, un testimonio de carnalidad. Y eso a algunos les inquieta y hasta les molesta.

Por eso los enfermos de anorexia se autoconvencen de que comer es zafio y grosero y de que ayunar es un retorno a la espiritualidad y a la pureza. Quizás por eso también los monjes escuchan lecturas espirituales ante la sopa en los refectorios para compensar esos momentos de una dedicación tan patente al cuerpo. Y ayunan de vez en cuando. Aunque como diría Martín Caparrós en Comí un libro que os recomiendo—, los monjes se cobran el sacrificio de ser morigerados "con los mejores intereses: la eternidad, la salvación perfecta, el triunfo final, el panteón de los héroes o los santos".

Que conste que algunos no se lo toman nada a broma: un grupo de restauradores franceses hicieron una petición formal al Papa en 2003 para que, en las referencias a los pecados capitales, se cambiara la expresión "gourmandise" —lo que para nosotros sería más parecido al sibaritismo gastronómico— por "gloutonnerie", mucho más parecida a nuestra gula o glotonería. Lo cuenta Francesca Rogotti en otro libro recomendable: La gula. Pasión por la voracidad. Parece que no hubo respuesta. El Vaticano no estaba pendiente de estas sutilezas. En castellano, en cambio, la palabra gula no da lugar a confusión, ni siquiera tras la comercialización de esas falsas angulas con pasta de surimi, con las que nos tenemos que conformar los simples mortales a falta de las reales.

Pero no hace falta ser cristiano para asumir algunas culpas. La gula, junto con la avaricia, es un pecado genuinamente laico. Ambos van contra la humanidad, contra la igualdad, favorecen la pobreza de unos respecto de otros. Hablaríamos de una glotonería social, de países ricos, de primer mundo, del que —en palabras de Fernando Savater "uno se come lo que es de otro". Son pecados que trascienden los comportamientos individuales, pecados globalizados que, sin embargo, como explica Savater, son promovidos y alentados porque sostienen la sociedad de consumo tal como la conocemos.

Pero la gula no es sólo un pecado de ricos, ni siquiera sólo de nuevos ricos que aún están dominados por el inconsciente colectivo de hambres pasadas. Porque, como la avaricia, es más una cuestión de actitudes que de cantidades. Se puede ser avaricioso y ruin con el contenido de una hucha de cerdito. Y glotón con una bolsa de patatas fritas que escondemos para evitar compartirla.

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