No hay derecho

No ser como ellos: razones de un Código Ético

Gerardo Pisarello. Jurista y portavoz de Guanyem Barcelona.

Hace ya algunos años, Francisco Fernández Buey escribió que cuando los partidos y las personas que se dicen de izquierdas se dedican a emular, en su vida pública y privada, a las personas y partidos de la derecha, la izquierda política propiamente dicha deja de existir. A partir de ese momento, sostenía el filósofo y ensayista, luchador en tantas causas, poco importan las declaraciones y las frases para la imagen y la galería. Actuar como los otros es ser como ellos, y eso supone la tumba de cualquier propuesta de transformación social que quiera acabar con el privilegio.

Aquellas viejas reflexiones no han perdido vigencia. La mayoría de casos de corrupción que hoy saltan a la luz –Gürtel, Bárcenas, Palau, Pujol– afectan a partidos conservadores, como el PP o CiU, que han mantenido un vínculo estrecho con las grandes mafias financieras-constructoras-inmobiliarias. Pero lo más duro es que muchos alcanzan también al PSOE e incluso a algún dirigente sindical y de Izquierda Unida. Esto explica que mucha gente sienta que el eje izquierda-derecha no permite identificar por sí solo una forma de comportarse en los asuntos públicos. Y que la política sirve básicamente para hacer dinero o que es el dinero quien controla la política.

En un contexto así, la única salida razonable consiste en romper con el Régimen de poder que ha conducido a esta situación. No obstante, esto no es sencillo. Como tristemente ha mostrado la reciente intervención de Rajoy en el Congreso, los culpables de la situación actual no marcharán porque sí. Buscarán algún chivo expiatorio, apelarán también ellos a la regeneración y a la nueva política, y procurarán demonizar y arrastrar al fango a cualquier alternativa que los señale. Para mostrar que "todos son iguales" y que en realidad no hay cambio posible.

Recuperar una ética-política que permita llegar a las instituciones para transformarlas exige denunciar esta estrategia. Y exige, al mismo tiempo, discutir de manera crítica, con complejidad y sin demagogia, cómo pensar un Código Ético que impida que esta historia vuelva repetirse en el futuro. Guanyem Barcelona, una modesta propuesta de candidatura municipal, lo está intentado. Hace cinco meses, lanzó un debate con movimientos sociales, ciudadanía y fuerzas políticas diversas para pensar cómo debería ser este Código. Presentó un borrador consensuado por diferentes actores. Propició seminarios y talleres en los que participaron cientos de expertos y personas comunes y corrientes. Habilitó mecanismos de participación digital y vías para la introducción de enmiendas.

El Código resultante, suscrito por Podem Barcelona, Procés Constituent e ICV-EUiA, está siendo sometido a una nueva validación ciudadana. No es perfecto. Pero ha permitido una discusión rica y recoge compromisos impensables entre los partidos del Régimen. Muchos de estos compromisos reflejan un sentido común extendido entre una ciudadanía que se siente estafada: eliminar salarios de privilegio, limitar los mandatos, evitar la duplicación de cargos y carreras políticas eternas, acabar con las puertas giratorias y con la dependencia de bancos y grandes empresas, introducir transparencia en las agendas, facilitar el control y la censura ciudadana de quienes no desempeñen sus funciones como es debido. No se trata, como pretende María Dolores de Cospedal en Castilla La Mancha, de convertir la política en una actividad reservada exclusivamente a los ricos, a quienes tienen suficiente dinero y patrimonio. Por el contrario, se trata de que una mujer que debe cuidar de sus hijos, una joven precarizada o una profesional comprometida, también puedan dedicarse a la gestión de lo público. Y de que para hacerlo puedan contar con un ingreso digno, similar a los de un profesor de instituto u otros trabajadores con responsabilidades similares. Y se trata, también, de que las formaciones que quieren transformar la realidad puedan contar con una financiación razonable. No para generar maquinarias burocratizadas o para embarcarse en campañas escandalosamente caras, sino para trabajar para la mayoría social sin depender de los grandes bancos o donantes.

La hipótesis que inspira estas propuestas es que la corrupción sistémica de los últimos años es el efecto perverso de una democracia muy pobre. Y que precisamente por serlo, solo puede curarse con más y mejor democracia. Con más democracia política y también con más democracia económica. Con participación ciudadana, popular, real y no meramente retórica. Pero también con formas de producir y de distribuir los recursos más cooperativas, igualitarias y sostenibles. Una regeneración política en serio exige mujeres y hombres austeros que no puedan ser comprados por el poder del dinero. Pero eso no puede depender solo de la virtud personal. Son necesarios, además, garantías jurídicas y controles ciudadanos que recuerden que hasta el más ejemplar, cuando accede al poder, debe ser fiscalizado. Para gobernar obedeciendo y al servicio de las mayorías. Para no ser como ellos.

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