Otras miradas

El principio Listerine

Máximo Pradera

Máximo Pradera

A pesar de que fue inventada con fines perversos, o quizá precisamente por ello, confieso públicamente que me encanta la publicidad, siempre que sea ingeniosa. Por ingeniosa no quiero decir alambicada o gratuitamente provocadora, sino pensada y trabajada para despertar en el consumidor sorpresa, sonrisa o ternura.

De las campañas históricas, admiro por ejemplo la del colutorio Listerine, con su ya mítico eslogan El sabor que odias, dos veces al día. Los creativos llegaron a la conclusión de que era imposible ignorar el hecho de que el colutorio sabe a rayos y decidieron ir con la verdad por delante. Es un principio psicológico universal que cuando uno admite un defecto, el interlocutor tiende a darte un voto de confianza. Cómo tendrá qué ser de eficaz de eficaz el desinfectante Listerine para que al fabricante no le importe reconocer que sabe mal.

Sir Winston Churchill conocía bien este principio cuando, durante la Segunda Guerra Mundial, les anunció a sus conciudadanos que sólo podía ofrecerles sangre, sudor y lágrimas.

Siguiendo con la publicidad comercial, me parece espectacular We Try Harder (nos esforzamos más), que usó Avis contra Hertz hace décadas para convencer a los consumidores de que era mejor alquilarle un coche al segundón que al líder del mercado.  Sabemos que Hertz es el nº 1, pero precisamente por eso, es mejor que confíes en Avis. Estamos intentando abrir mercado y por eso no podemos permitirnos una mala cara en el mostrador o un cenicero sucio en el coche.  De nuevo el hecho de admitir un defecto, hizo que el consumidor confiara en la marca y la campaña funcionó de manera espectacular.

A nadie se le oculta que la comunicación política siempre ha tenido mucho más de propaganda que de información libre e imparcial. En la llamada Era de la posverdad, prácticamente ya todo es publicidad. La información que se le suministra al ciudadano es sesgada y tendenciosa  y presenta los hechos de manera sectaria y torticera, porque el fin es persuadir, no iluminar. El líder de turno quiere que pienses y hagas lo que a él le conviene, no lo que resulta más beneficioso para tus intereses. No en vano la palabra propaganda tiene su origen en la institución de la iglesia católica dedicada a las misiones, la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe (Sacra Congregatio de PROPAGANDA Fide), fundada en 1622 por el papa Gregorio XV.

Si además de tener un avieso propósito, la propaganda no se esfuerza por ser mínimamente ingeniosa, sino que solo explota para llegar hasta la mente del ciudadano (el campo de batalla donde se ganan o pierden los votos) la táctica de la reiteración, el tiro suele salir por la culata. Es lo que viene ocurriendo desde hace meses con los mensajes propagandísticos del Procés. Los eslóganes se convierten en insoportable matraca y consiguen que un preso de Soto del Real suplique que le saquen de la celda que comparte con el pelmazo de Jordi Sánchez. El vídeo Help Catalonia, con esa inverosímil y patética plañidera, se convierte en objeto de parodia en todos los programas satíricos y los diarios europeos (desde Die Welt al Financial Times) califican de circo el conflicto catalán y no le otorgan a Puigdemont mucha más confianza que la que merece un mal payaso.

Lejos de haberse percatado de que, si quieren que calen sus patrañas, los independentistas necesitan mejores publicistas (¿qué menos que un David Ogilvy o un Oliviero Toscani?) los junqueras y puidgemones de guardia, persisten un día tras otro en la goebbeliana técnica de la repetición, ignorando el hecho de que la publicidad, si pretende ser eficaz, requiere además de otros recursos, como el humor o lo que he bautizado como Principio Listerine: admitir una carencia para que el ciudadano detecte algo de buena fe por tu parte.

Si en vez de publicar un artículo mentiroso y victimista en The Guardian, Puigdemont apareciese mañana en la televisión belga reconociendo (por ejemplo) el hecho indiscutible de que ha malversado el dinero de los contribuyentes, quizá lograría algo de atención y respeto por parte de los destinatarios de sus mensajes. Porque el depuesto president no está hablando para los suyos, sino para un mercado potencial de millones de europeos, a los que intenta convencer de que es el Moisés del Pueblo Catalán.

O a lo mejor ni siquiera haría falta que admitiese que ha malversado. Como la autoironía siempre es una buena carta de presentación, tal vez la gente le haría más caso si empezara sus discursos con un

Sé que tengo que una fregona por cabeza, pero blah, blah, blah...

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