Otras miradas

La 'no violación'

Virginia P. Alonso

Una de las pancartas durante la manifestación en Madrid por la sentencia a los jóvenes de 'La Manada', condenados por abusos sexuales a una chica en Pamplona. Foto: JAIRO VARGAS
Una de las pancartas durante la manifestación en Madrid por la sentencia a los jóvenes de 'La Manada', condenados por abusos sexuales a una chica en Pamplona. Foto: JAIRO VARGAS

Eran ocho o diez tipos, aunque a mí me parecieron cincuenta en el momento en el que tomé la decisión de levantarme y salir corriendo, y cincuenta mil a medida que me agarraban, levantaban la falda, sujetaban y manoseaban, mientras se reían y balbuceaban cosas que no entendía.

Salí de allí como pude. Me zafé de sus manos a codazos, a patadas, a pisotones, a golpes. Corrí despavorida sin mirar atrás, convencida de que ellos venían detrás de mí. Sólo quería llegar lo más lejos posible, donde fuera, porque ni siquiera sabía bien hacia dónde corría.

Ocurrió un verano de hace más de 30 años. Yo tenía 13 y estudiaba inglés en un pueblo de Inglaterra. Ese día regresaba después de las clases y de tomar unas hamburguesas con mis compañeros. Tomé el bus que me dejaría a un centenar de metros de la casa en la que vivía con una familia inglesa y con varios estudiantes extranjeros. El bus era de dos pisos. Y me hizo ilusión subir al de arriba, que iba vacío. Así se lo dije a mi amigo italiano de 14 años y juntos nos sentamos en los asientos del fondo. Hasta que llegó esa especie de Manada nauseabunda.

Ni entonces ni ahora sería capaz de concretar las partes de mi cuerpo que asquerosamente sobaron. Tampoco sería capaz de reconocer ni a uno solo de aquellos cincuenta mil sujetos, ni un minuto después de que ocurrieran ‘los acontecimientos’ ni en ningún otro momento de mi vida.

Lo que sí recuerdo con claridad meridiana es aquella sensación de suciedad, de suciedad íntima, por dentro, como si me la hubieran adherido al cuerpo y al cerebro con un potente pegamento. Intuía que no desaparecería ni con una ducha de cal viva, pero aun así rompí la norma de la casa (no se podía utilizar la ducha por la tarde) y me metí en la bañera. Si hubiera tenido una lija, me habría frotado con ella. Salí de aquel cuarto de baño oliendo a jabón, pero con la misma suciedad con la que había entrado. Lo que no sabía entonces era que esos dedos y esas manos ya no me los quitaría nunca de encima.

Acababa de aprender de golpe tres conceptos: dignidad, integridad física y violación. Habían violado mi dignidad y mi integridad.

He convivido tres decenios con el recuerdo de ‘los acontecimientos’. Pasaron muchos años hasta que empecé a contarlo a personas adultas; tantos, que yo misma ya era adulta cuando empecé a hacerlo. La razón de no hablar antes sobre ello no tuvo que ver con el miedo, la vergüenza o el sentimiento de culpa, que nunca los tuve, sino con la necesidad rabiosa de que esto no se interpusiese en mi libertad, que era mínima por aquel entonces, pero suficiente como para entender lo que podía significar acabar con ella.

Sabía que si lo contaba en Inglaterra no volverían a dejarme salir sola durante las semanas que me quedaban allí. Y si lo contaba aquí, probablemente no regresaría a Inglaterra ni a ningún país extranjero yo sola. Sabía que si volvía a ponerme una minifalda ante quienes estuvieran al tanto, me mirarían cuando menos con una cierta condescendencia, y que si me pintaba los labios o las uñas, más de uno/a pensaría que en el fondo me lo estaba buscando. No sabía de feminismos ni de luchas, pero ya percibía que contarlo no me traería nada bueno.

Así que no dije nada y mi amigo Carlo, el italiano de 14 añitos, no volvió a despegarse de mí hasta que regresamos a nuestros respectivos países. Yo le sacaba una cabeza al pobre, y el día de ‘los acontecimientos’ ni siquiera reaccionó y bajó del bus dos paradas después de que lo hiciera yo. Pero él se creyó que me ayudaba. Y yo le dejé creerlo.

Esos días crecí. Mucho. Muchísimo. Creo que fue la primera vez que tomé conciencia de mí misma como mujer y de que mi soledad era la soledad de tantas otras y de que probablemente era para siempre. Así que, ante eso y después de ‘los acontecimientos’, decidí vivir, asumir los riesgos y no contarlo mucho, porque al fin y al cabo ¿a quién le interesa una ‘no violación’?

Pero al conocer hoy la sentencia contra La Manada no he podido evitar que se me revuelva el autobús entero por dentro, con sus dos pisos y sus cincuenta mil babosos hijos de puta.

Yo me sentí violada y resulta que sólo me tocaron. No puedo ni imaginar cómo debe de sentirse la víctima de esta Manada (que, por cierto, no es un ente abstracto, sino cinco hombres con sus nombres y apellidos). Por si ella no tuviera poco con sobreponerse a una primera violación colectiva, la perpetrada en Pamplona en verano de 2016, ahora tiene que enfrentarse a una especie de segunda violación, en este caso judicial.

No sé tu nombre; y espero no llegar a conocerlo nunca porque esa será posiblemente la mejor manera de garantizar que pases página y consigas ver esa luz que existe, no lo dudes nunca, al menos en ti misma y en cada una de las mujeres y los hombres a los que esta sentencia nos parece algo casi medieval. Pero sí quiero decirte una cosa: en Pamplona estabas tú sola frente a cinco; ahora son ellos los que están solos frente a NOSOTRAS. Y con NOSOTRAS no podrán. Ya no. Nos cueste lo que nos cueste.

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