Otras miradas

Peperos al borde de un ataque franquista de nervios

Máximo Pradera

Mi padre, Javier Pradera, que al frente de Alianza Editorial, tuvo que negociar infinidad de contratos de edición, tenía una máxima que me repetía siempre:

Si quieres tener éxito en una negociación, deja siempre que el último euro se lo lleve la otra parte.

Su talante moderado y pactista le llevaba a tomarme el pelo cuando me veía metido en pleitos o amenazando con ellos.

Siento decirte, hijo mío, que lo tuyo es un trastorno mental llamado querulancia.

Al igual que Abraham Lincoln, Pradera estaba convencido de que no hay nada más estresante y angustioso (pleitos tengas y los ganes, dicen los gitanos) que un litigio.

Quienes vuelvan a ver hoy el programa de RTVE Tengo una pregunta para mí dedicado a la Memoria Histórica, en el que Basilio Baltasar entrevista a varios intelectuales (Pradera entre ellos) sobre la polémica ley de Zapatero, se convencerán de que mi padre siempre vio la Transición como una suerte de arreglo extrajudicial. Le encantaban las películas americanas de juicios y el modo en que fiscales y abogados estadounidenses luchan siempre hasta el último minuto por ahorrarle tiempo y dinero al contribuyente, cerrando un acuerdo privado entre las partes. Tengo más que constatado que en España tiramos más bien hacia el polo opuesto. Somos capaces de ponerle una demanda a nuestro casero solo porque se niega a cambiarnos la junta de goma de un radiador.

De Shlomo Ben Ami (un híbrido  de político e intelectual por el que sentía gran admiración) Pradera tomó la frase:

La paz y la justicia son incompatibles.

En el sentido de que si de verdad quieres llegar a un acuerdo con la otra parte (en Madrid o en Jerusalén), no puedes emperrarte en que prevalezca un estricto cumplimiento de la justicia: debes permitir, como hacía Pradera en Alianza Editorial con los siempre voraces agentes literarios, que el último euro (por más que  sepas que en puridad te corresponde) se lo lleve la otra parte.

La Transición (decía mi padre) fue una negociación parecida. Los famosos cautivos y desarmados del Ejército Rojo que no fueron exterminados por el sanguinario dictador y se pudrieron en la cárcel durante largos años, así como los exiliados de la República (unos 500 mil, según los historiadores más solventes), llegaron a la conclusión, en 1978, de que les compensaba la paz, aunque tuvieran que hacer grandes cesiones.

Lejos de valorar el esfuerzo notabilísimo que llevaron a cabo los perdedores de la Guerra Civil por no llegar a la Ruptura, la derecha española aún se ríe de ellos, con frases a lo Pablo Casado.

Están todo el día con la guerra del abuelo, con las fosas de no sé quién

o a lo Rafa Hernando

Algunos se han acordado de su padre cuando había subvenciones para encontrarlo.

El deseo de paz era tan grande en aquellos años, que los rojos renunciaron a buscar los restos de sus familiares y aceptaron convivir con engendros como el Valle de los Caídos o la placa de homenaje a la Legión Cóndor que Ruiz–Gallardón se negó a retirar del cementerio de la Almudena cuando fue Alcalde de Madrid.

Pero de la misma manera que en derecho existe algo llamado novación modificativa del contrato, el pacto de la Transición puede y debe ser renovado. Y debe serlo por las mismas razones por las que se cerró el del 78: porque no es posible la paz si se exige un estricto cumplimiento de la justicia. Es cierto que en su día se acordó lo que se acordó, pero la derecha (entre la cual hay buenos abogados) debe entender que ningún contrato es para siempre, y que hoy la mayoría de la población española está a favor de esa novación modificativa del acuerdo que fue la Transición. Eso afecta tanto a la necesidad imperiosa de cambiar la Constitución (algo a lo que el PP se resiste como gato panza arriba, al grito de Pacta sunt servanda; Santa Rita, lo que se da no se quita, para los que aborrezcan los latinajos) como a admitir sin refunfuñar que el Estado debe ayudar a que los represaliados del franquismo recuperen los restos mortales de sus deudos.

Y atañe también, como no, al Valle de los Caídos. Hay que sacar los restos de Franco y José Antonio de esos lúgubres sepulcros donde reposan desde hace demasiado tiempo y entregarlos a sus familias, como se ha hecho ya con Mola y Sanjurjo –dos de los cerebros del Glorioso Alzamiento– en Pamplona. Hay que desmontar también esa ominosa y prepotente cruz de 130 metros, porque es el símbolo de la Cruzada, la sanguinaria operación ilícita de rescate espiritual de la patria en la que se embarcó que Franco al grito de

Salvaré a España del marxismo aunque tenga que fusilar a la otra media.

Y como dice el profesor Julián Casanova, hay que retirar de una vez por todas la Guerra Civil del debate político e introducirlo en los libros de texto.

Para que los españoles (que desconocen en su mayoría lo que de verdad ocurrió en la Guerra Civil) se puedan carcajear cada vez que un político torticero e ignorante dice bobadas como las de Rafa Hernando:

La República trajo un millón de muertos.

Ni fueron un millón (500.000, a lo sumo), ni los trajo la República.

La República trajo, en esencia, la abolición de los privilegios de los ricos y los poderosos. Y los muertos los trajeron aquellos que, como Franco, Yagüe y Mola, exterminaron a media España (150 mil muertos solo en la retaguardia) con tal de conservarlos.

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