Otras miradas

Profesor, investigador, burócrata

Javier Mayoral

Profesor de periodismo en la Universidad Complutense de Madrid

Javier Mayoral
Profesor de periodismo en la Universidad Complutense de Madrid

Hace unas semanas, a propósito de la corrupción política, un compañero de trabajo comentó: "ya no basta con saber a qué dedican el dinero de todos; ahora debemos exigirles además que expliquen con detalle qué hacen, cómo y cuánto trabajan, en qué tareas concretas emplean su tiempo". Me parece que ese planteamiento general puede ser muy útil. Y no solo para los políticos. Porque la opacidad, letal en política, resulta también dañina casi en cualquier ámbito de la vida pública.

Pensemos, por ejemplo, en la enseñanza universitaria. ¿Sabemos de verdad a qué se dedica un profesor? ¿Sabemos cuántas horas reserva cada mes para preparar sus clases o para atender a los alumnos? ¿Sabemos cuánto y cómo investiga? ¿Lo sabe la propia Administración? ¿Lo saben los órganos de dirección de cada universidad? Me temo que todo esto se conoce. O al menos se intuye. Lo sorprendente es que aún no se haya generado un debate en profundidad sobre el modelo de profesor universitario al que parecemos estar abocados. Digo más: me extraña que nadie proteste, que todo permanezca en aparente calma, que continuemos simulando con dignidad y aplomo que nos esforzamos en enseñar –o en aprender– del modo más racional posible.

Se acaba de emplear un verbo de vital importancia: enseñar. En España, hasta hace unos quince o veinte años, el profesor universitario se ocupaba fundamentalmente de señalar el camino del conocimiento. Enseñar viene de insignāre: "señalar", en latín vulgar. El trabajo del profesor consistía en guiar a los alumnos. La tarea docente resultaba esencial. La faceta de investigador quedaba en segundo plano. Era entonces facilísimo encontrar docentes que no investigaban. Ni mucho ni poco: sencillamente no dedicaban ni un solo segundo de sus vidas a la investigación. Para solucionar esa evidente deficiencia, las autoridades políticas y académicas consideraron necesario incentivar la producción científica en los centros universitarios.

Ese cambio, tan necesario y lógico, acabó por desatar una furia de estremecedoras consecuencias. Aquel profesor que ejercía antaño de maestro, a la vieja usanza, quizá debía transformarse y adaptarse a un nuevo entorno. Quién lo discute. Quién discute que era y sigue siendo necesario combatir el amiguismo, ese tráfico de favores que suele asociarse a la palabra "endogamia". Lo que ocurre es que las autoridades políticas y académicas, buscando a toda velocidad investigadores, han establecido una serie de criterios que ignoran a los verdaderos profesores. Hoy ya no importa si te esfuerzas en enseñar o no te esfuerzas. Los méritos docentes no es que estén en segundo plano: es que han salido por completo de plano. Esta faceta, en comparación con la investigación, ha quedado relegada a una esfera personal, ética, individual: al buen profesor le preocupa enseñar, aunque en realidad nadie –excepto los propios alumnos, con un poco de suerte– vaya a premiar ese esfuerzo. Las autoridades políticas y académicas conceden a esta tarea docente una importancia absolutamente marginal. Hasta el punto de que, en muchos casos, estos méritos se miden solo a través de años de docencia. Curioso criterio: el mérito consiste en acumular trienios y quinquenios. Mientras tanto los alumnos pasan a ser actores secundarios, salvo en lo relativo al precio de las matrículas.

Para colmo de males, el profesor/maestro tradicional no se ha transformado realmente en profesor/investigador, como a veces quisiéramos suponer. Esa conversión, en tan poco tiempo y con tan escasos recursos, hubiera sido milagrosa. Nos hemos quedado en una mutación mucho más modesta. Una mutación –me atrevo a añadir– catastrófica: el profesor/maestro se está convirtiendo, lenta pero implacablemente, en un publicista/burócrata. Porque hoy el verdadero trabajo del supuesto investigador universitario consiste, no en enseñar a los alumnos (como parece obvio), sino en publicar artículos y en coleccionar citas. Los artículos deben aparecer en una selecta nómina de revistas. El valor del contenido de los textos no se evalúa: se delega en los criterios –muchos, a veces complejísimos– empleados para medir el "impacto" de las revistas académicas. La idealización de esas contadas cabeceras ha sido considerada alguna vez una absurda e ineficaz tiranía que poco tiene que ver con la verdadera ciencia. No obstante, incluso esa torpe sacralización podría resultar aceptable, como mal menor, si no fuera por la disparatada e infernal maquinaria burocrática, llena de recovecos y picarescas, que finalmente se ha desatado. Como resultado de todo lo anterior, el profesor universitario no es ya un guía para los alumnos, ni tampoco un investigador en sentido estricto, sino más bien un mero administrador de su propio currículum.

Ese gran laberinto burocrático es un magnífico lugar para perderse. Y para dejarse seducir por el utilitarismo. El único problema es que alguien –como quizá acabe ocurriendo con los políticos– nos pregunte un día a los profesores: ¿a qué os dedicáis? ¿En qué tareas concretas empleáis vuestro tiempo? ¿Cómo, cuánto y en qué trabajáis? Por eso, preventivamente, confieso aquí que me parece disparatado imponer un solo modelo de profesor universitario empeñado en  (obsesionado con) investigar. Confieso además que me parece un dislate entender que solo determinado tipo de trabajos publicados en determinado tipo de revistas merece cierta consideración. Confieso que me avergüenza ir coleccionando citas por doquier, y perder tanto tiempo en esa recolección, para demostrar que mis publicaciones son meritorias. Confieso que alguna vez he dejado sin destacar algún libro recién publicado: nadie lo había citado aún. Confieso que me ruboriza comportarme así, sometiéndome a esta clase de criterios contables.

Confieso también que el pasado mes de diciembre dediqué diez veces más tiempo a organizar mi currículum (para solicitar un sexenio de investigación) que a preparar clases. Confieso que incluso asistí a un curso para dominar las herramientas informáticas y conocer algunos de los criterios utilizados en este tipo de convocatorias. Confieso que estuve en varias ocasiones a punto de pedir ayuda a profesionales. No me refiero a psicólogos, sino a expertos que han estudiado todos los decretos y todas las normativas necesarias para sobrevivir a tan formidable burocracia. Sí, han leído bien: hay empresas que, por una respetable cantidad de dinero, liberan a los profesores del yugo burocrático que los atormenta. En mi caso, cuando quise decidir, esa empresa había colgado en su página web el siguiente mensaje: "Estamos desbordados y no aceptamos gestionar más solicitudes de sexenios".

Confieso, por último, que he perdido horas y horas (y más horas) atrapado en páginas web de ministerios u organismos de evaluación, en manuales que muy amablemente pretendían explicar lo inexplicable, en aplicaciones informáticas de mi propia universidad... Confieso que a veces, mientras analizaba los índices de impacto de no sé qué revista, me he acordado de aquellos alumnos que no estudian la materia de una asignatura, sino más bien las artimañas que les permitirán aprobar y olvidar el mal trago cuanto antes. Confieso con cierto pudor que un día, hace apenas unas semanas, me sentí aprisionado por una inhumana aplicación informática que se negaba a guardar correctamente la información de una página. Aprisionado primero (durante varias horas) y ridículo después, cuando advertí que el fallo estaba en la pestaña denominada "tipo de vía", en la sección de "datos personales". Torpe e ingenuo de mí: había escrito "calle", sin más. La aplicación informática no daba por buena esa información. Tampoco permitía seguir adelante. Ni siquiera explicaba qué ocurría. Casi por azar descubrí que el terrible error consistía en no haber especificado si mi domicilio se hallaba en "calle", "calleja" o "callejón".

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