Otras miradas

Orgullo de ser español (o catalán, o...)

Augusto Klappenbach

Filósofo y escritor

Augusto Klappenbach
Filósofo y escritor

Dijo el ministro Wert: "nuestro interés es españolizar a los alumnos catalanes y que se sientan orgullosos de ser españoles como de ser catalanes..." Se ha dicho todo cuanto puede decirse sobre el verbo "españolizar"; quizás convenga ahora alguna reflexión sobre la invitación a que los ciudadanos se sientan orgullosos de su nacionalidad.

Según el diccionario de la Real Academia el término "orgullo" significa "arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas." Creo que no se trata de una de las mejores definiciones del diccionario: un significado que la Academia no menciona consiste en la satisfacción y autoestima que provoca alguna acción en la cual hemos tomado parte y que ha resultado exitosa. De cualquier forma, ninguno de estos significados puede aplicarse al hecho de haber nacido y vivir en una nación determinada. Se puede estar orgulloso de un trabajo que hemos realizado y que hemos culminado a satisfacción, de un deporte en el que hemos destacado o incluso de un hijo o discípulo en cuyas virtudes se supone que hemos influido. ¿Pero, podemos estar orgullosos de haber nacido en un determinado país? Es razonable, por supuesto, mantener lazos afectivos con nuestra patria: amar sus costumbres, su idioma, su paisaje y hasta sus comidas. Recordar con cariño el lugar donde hemos crecido, donde nos hemos enamorado y donde hemos aprendido todo lo que sabemos. Pero ¿llamar orgullo a un hecho tan aleatorio como nuestra nacionalidad? Y, peor aún, ¿convertir ese orgullo en una virtud y hasta en una obligación? Como mucho, podría uno sentirse orgulloso de haber contribuido con sus acciones a engrandecer el país donde ha nacido, pero aquí se trata del proceso inverso: enorgullecerse por el hecho de habitar en él, es decir, enorgullecerse de lo que se recibe, no de las propias acciones. No entiendo cómo esa "estimación propia" de que habla la Academia puede tener otro origen legítimo que los méritos propios.

Un componente de todos los nacionalismos –repito, de todos- es la tendencia a exigir obligatoriamente a los habitantes de una nación que se sientan identificados con ella hasta el punto de poner por delante esta pertenencia a otras posible señas de identidad. Lo cual inviste al nacionalismo de un componente casi religioso, otorgando al lugar en que se vive la capacidad de convertirse en fuente del valor personal. Y dejando así de lado las razones que pueden motivar la adhesión al propio país, como refleja bien la siniestra frase de Cánovas del Castillo: "con la Patria se está, con razón o sin ella". Si esta concepción mística de la nacionalidad pudo tener alguna función en tiempos pasados o en situaciones históricas distintas –como en el caso del colonialismo o de la opresión de países débiles por grandes potencias- aquí y ahora carece de sentido. La única fidelidad que se puede exigir a los ciudadanos es la fidelidad a lo que la razón exige, a la práctica de la justicia y la solidaridad con los demás, en la línea de ese "patriotismo  constitucional" que propuso Habermas. En estos tiempos en los cuales una globalización financiera amenaza con profundizar todavía más la brecha entre ricos y pobres, tanto entre las naciones como en el interior de cada una de ellas, dedicar las fuerzas a discutir el trazado de las fronteras dentro de una Europa en la cual el problema consiste en la imposición de los intereses de las naciones dominantes a las demás, implica perder lamentablemente el tiempo y facilitar la tarea de esos mercados financieros que operan por encima del poder político, que sin duda observan con satisfacción este desperdicio de energías.

¿Qué significan en este contexto político y económico esos "hechos diferenciales" que se pretenden proteger con las doctrinas nacionalistas que aspiran a la independencia?  Y, desde el otro extremo. ¿Se trata de oponer a estos intentos una mística de unidad nacional que considera la unidad de España un valor sagrado que merece ser defendido con la vida? No es casual que los obispos se hayan apresurado a tomar parte beligerante en la controversia acerca de la independencia de Cataluña, seducidos por el nivel dogmático de la discusión. Creo que estos debates muestran que el tema del nacionalismo no está siendo planteado por el único camino que permitiría resolverlo: el camino de la racionalidad política, despojada de esos elementos pseudoreligiosos contra los cuales se estrella cualquier intento de negociación razonable. Las preguntas importantes sobre este tema no son las que se refieren a unos supuestos derechos históricos ni identidades nacionales amenazadas sino las que cuestionan la posibilidad de salvar el sistema democrático, este sí seriamente amenazado por esos poderes financieros que no se detienen ante las fronteras que podamos inventar y que están usurpando el papel de las instituciones políticas, nacionales o no.

De todas maneras, el nacionalismo existe y es necesario contar con él. Y probablemente está creciendo en estos momentos en que una globalización abstracta reduce a los ciudadanos al papel de contribuyentes y consumidores: la búsqueda de raíces y de la identidad personal elige a veces caminos más fáciles que construir trabajosamente esa  identidad integrando elementos muy distintos. Es más sencillo considerarse español, catalán o vasco que aceptar que cada una de nuestras personas es el resultado de una multitud de pertenencias y relaciones que deben convivir entre sí. Por ello, creo que así como los "hechos diferenciales" tienen –o deberían tener- muy poca importancia en nuestro contexto político, así también la "unidad de la nación" constituye un valor relativo que no se trata de mantener a toda costa: no habría que echar de menos ninguna "unidad de destino en lo universal" si algunas regiones se separaran de España. Las naciones actuales son el resultado de un largo proceso histórico durante el cual las fronteras no dejaron de cambiar y probablemente otros cambios sean inevitables. Eso sí, sería deseable que esos cambios siguieran caminos racionales y pacíficos y que se justificaran en razones concretas: cuando a una argumentación se contesta con un exacerbado sentimiento patriótico todo diálogo se hace imposible. Y mientras todos los nacionalismos –insisto, todos- no abandonen su carga religiosa esos sentimientos serán un obstáculo insalvable.

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