Otras miradas

La reconfiguración de las alternativas políticas y el dilema del PSOE

Luis Juberías, Pedro Honrubia y Beto Vasques
Cuando el 20-D Podemos, como principal expresión político-electoral de la indignación ciudadana, quedó en tercera posición, a 300 mil votos del PSOE, parecía posible hacer un parte daños y concluir que aquello del "cambio" no había sido para tanto y que se abrían serias posibilidades para una regeneración gatopardiana del sistema político español, en una coyuntura de amortiguación de la crisis. Sin embargo, en lugar de naturalizar la nueva situación política, las fuerzas del régimen optaron por el cordón sanitario a Podemos y todo lo que representaba. Nos encontramos entonces ante palpables evidencias de un régimen en descomposición. Lo que primaba en él era la supervivencia y salida individual a la colectiva como élite. Un todos contra todos y sálvese quien pueda. Una dinámica autodestructiva que dificultaba enormemente cualquier pacto de regeneración. El poder judicial actuaba contra el PP por corrupción, el PSOE se veía amenazado como principal referencia progresista y Cs no llegaba para salvar los muebles de todos.

Los poderes fácticos, mediáticos y económicos habían impulsado una fuerza como Cs para cortar el paso a Podemos, dando un cauce político controlado y teledirigido a una parte de la demanda de regeneración presente en la sociedad. Dado el resultado del 20-D, la apuesta plutocrática por blanquear el régimen fue presionar al límite al PSOE para sumarse al cordón sanitario que aisló a Podemos, encaminándole a un acuerdo regeneracionista con Cs, pero que tenía un fallo en la práctica: no sumaba. Para ello, dependían de dos posibilidades y ninguna de ellas se dio. Una: doblegar a Podemos para que les firmara un cheque en blanco, que como quedó claro desde el principio sería imposible ante la negativa de PODEMOS a traicionar a sus votantes; o, dos: un pulso al PP para que hiciera ídem que era igualmente muy difícil de ganar. En última instancia el PP lucha por su propia supervivencia como partido y, sobre todo, por guardar a buen recaudo unas decenas de cabezas de sus principales dirigentes asolados por la corrupción. La estructura del PP, acosada por la persecución judicial de la corrupción, no podía aceptar, siendo el partido más votado,  la amortización de su grupo dirigente y su desplazamiento del control del estado. Prefirió autonomizarse y primar su interés de grupo a la posibilidad de actualizar el proyecto de regeneración del régimen que permitiera a las élites tradicionales tener un peso determinante. El PP puede perder el gobierno, pero en ningún caso se puede permitir dejar de ser la alternativa al nuevo gobierno que lo sustituya. Y eso es justo lo que hubiera ocurrido si hubiera aceptado abstenerse en favor del pacto PSOE-Cs.

Por ello, el PP ha optado por el inmovilismo, por volver a las urnas y por presentarse como el partido garante del orden, de la continuidad, del régimen frente a la amenaza de un partido como Podemos que buscaría impugnarlo. El problema es que este régimen ya no tiene ideas, ni fuerza, ni legitimidad. Convertir las elecciones en un plebiscito sobre él, apelando al voto del miedo y sin ofrecer una perspectiva de regeneración, tiene riesgos y minusvalora el alcance del impulso en favor de un cambio que dé una salida progresista a las cuestiones de democratización del estado, redistribución de la riqueza y blindaje de los derechos sociales que late en el corazón mismo de nuestra sociedad tras el 15M, que no olvida la gestión austericida de la crisis, los recortes sociales y la prepotencia corporativa de las elites frente a las mayorías sociales. Vivimos tiempos de reconfiguración histórica.

El PP pretende, con su campaña basada en la polarización frente a Unidos Podemos, garantizarse el control del bloque conservador, de régimen, para tratar de cerrar en falso, con algunos cambios cosméticos menores o alguna reforma constitucional de corto alcance a lo sumo, la ventana de oportunidad abierta tras el 15M. Sabe que si cae en desgracia y deja de ser un actor decisivo en el escenario político español, las facturas por todo el fango que lo rodea serán incalculables. Si el régimen necesita un cabeza de turco para salir adelante, nada mejor que el sacrificio de un partido, como el PP, que representa en sí mismo todo lo peor de tal régimen, todo aquello por lo que millones de personas han decidido impugnar el sistema: corrupción, gestión excluyente del poder político, desprecio a los problemas de la gente, entrega de la soberanía económica en bandeja de plata a los poderes financieros internacionales. A su vez, como buen niño mimado de los poderes fáticos del Estado, Ciudadanos espera pacientemente en la sombra para copar el espacio de la derecha. La operación no resultaría demasiado complicada a poco que el PP dejara de ser decisivo.

Son las contradicciones propias de un sistema político que se ha vuelto inestable, cuyo suelo se ha agrietado de tal manera que ha dejado al descubierto los cimientos de corrupción y podredumbre sobre los que se había sustentado durante décadas. Las élites han perdido la capacidad de controlar a una importante parte de sus representantes en las instituciones y el elemento "irresponsabilidad" se ha hecho presente. El País, El Mundo, el ABC, y diferentes tertulianos y analistas del régimen braman contra la actitud irresponsable de los grandes partidos tradicionales y en especial del Partido Popular. Pero no sirve de nada. Son prédicas en el desierto frente a los intereses reales y particulares de aquellos mismos que hasta ahora habían servido para defender los intereses generales del régimen y la "trama" que lo representaba transversalmente. Esta es la gran oportunidad histórica que Unidos Podemos no puede dejar escapar. Vivimos un momento histórico de reconfiguración de las alternativas políticas y tenemos la posibilidad de establecernos como partido hegemónico en uno de esos bloques políticos llamados a ser bloques alternativos en el nuevo escenario histórico que se está abriendo en el estado español.

Existe un nuevo sentido común de época que lo hace posible. Un nuevo sentido común de época que se identifica con la defensa de los servicios públicos, la sanidad, la educación, las pensiones y el derecho a la vivienda, así como la recuperación de los derechos sociales y laborales que nos han arrebatado con la envestida neoliberal iniciada en 2010 y convertida en política de estado con el "pacto del 135". Que exige vincular el desarrollo económico del estado a la justicia social, a una mejor redistribución de las rentas y, sobre todo, a un nuevo modelo productivo basado en sectores que apuesten por la innovación y sean ambientalmente responsables, un modelo económico más sostenible y más innovador tecnológicamente hablando. Que entiende como una necesidad el reconocimiento de la realidad plurinacional del estado y el derecho a decidir de los pueblos. Que siente que ha llegado la hora de un nuevo sistema político que otorgue, por un lado, un mayor espacio de participación y decisión a la ciudadanía, más allá de las elecciones tradicionales, y por otro, que se rija por mayores grados de transparencia, austeridad y  rendición de cuentas en el ejercicio de la función pública, con permanente rotación de los representantes, acercándoles a sus representados. Ese conjunto de deseos y necesidades forman ya parte de aquello que hace posible definir una nueva alternativa política capaz de hacer frente a la hegemonía del bloque conservador-neoliberal que pretende dirigir los tiempos hacia una nueva restauración de lo de siempre. Una alternativa en la que el PSOE debe decidir entrar o quedarse fuera, acompañando tales cambios o tomando la decisión de abrazarse a las fuerzas conservadoras. Siendo aliado del cambio progresista o siendo aliado del PP. Unidos Podemos puede colocar al PSOE tras el próximo 26J frente a sus propios demonios históricos y está en la obligación de aprovecharlo.

Será el PSOE quien, tras el próximo 26J, deberá decidir: retornar a sus orígenes socialdemócratas y encontrar en ellos un punto de encuentro con el programa de Unidos Podemos que haga posible un nuevo gobierno capaz de echar al PP y a sus políticas de la Moncloa, o seguir por la senda abierta con su renuncia a su identidad histórica socialdemócrata y quedarse como oposición a la alternativa progresista que inevitablemente seguirá su curso histórico. Esto es, o sumarse a los intereses del PP, integrándose en el bloque conservador vía Gran Coalición en cualquiera de las fórmulas posibles, retrasando así un cambio que se lo acabará llevando por delante poco después, o sumarse al cambio en marcha y volver a darle sentido a su identidad como partido a la luz de lo que algún día pensó aquel que lo fundó allá por finales del siglo XIX. La pelota está, pues, en el tejado del PSOE.

Es de esperar que el PSOE, como hace el PP, sepa también luchar por su propia supervivencia, en lugar de entregarse como sacrificio necesario en el altar de los intereses del PP. Pero si están decididos a entregarse como dicho sacrificio necesario para que el Partido Popular pueda salvarse de su quema, no estará de más que se lo digan a sus potenciales votantes antes del 26J. Sus electores tienen derecho a saber que su voto, en última instancia, servirá para salvar al PP y para arrastrar a su particular fin de la historia al partido al que están dispuestos a votar ese día.

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