Otras miradas

La formación de gobierno: ¿gobernabilidad o democracia?

Javier Franzé

Profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid

Javier Franzé
Profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid

El rasgo más interesante del actual proceso de formación de gobierno en España es el concepto de "gobierno democrático" que pone a la luz.

En efecto, la "necesidad" de que haya gobierno, por encima de la representatividad de éste, muestra que el discurso hegemónico mira el "gobierno democrático" priorizando el sustantivo sobre el adjetivo.

Esto expresa hasta qué punto en las curiosamente llamadas "democracias avanzadas" o "consolidadas", el gobierno se ha despolitizado hasta el extremo de convertir su existencia en una necesidad en sí misma, a costa incluso de su representatividad, de la soberanía popular.

Se dirá que unas "terceras" elecciones serían "un desastre". Pero el discurso dominante que ha consagrado esta noción ya decía lo mismo de las segundas elecciones. Es la misma narración que tras el 20D sostenía que los 167 diputados de PSOE más Podemos, IU-UP y PNV "no sumaban" o sumaban menos que los 164 de PP más Ciudadanos y CC. Es el mismo discurso que ahora quiere presentar la coalición de gobierno de PP y Ciudadanos como la única posible, invisibilizando la que podría nuclearse alrededor de PSOE más UP, con el propósito de conminar al PSOE a apoyar al PP.

Este discurso apenas disimula que las terceras elecciones serían un desastre para el gobierno o la gobernabilidad, como gusta decir más que para la democracia misma.

¿Cómo despolitiza este discurso el actual proceso de formación de gobierno, para justificar la "urgencia" de que haya "gobierno", dejando en un segundo plano el requisito de que éste represente la soberanía popular?

  1. Avalando el presupuesto que el PP ha consagrado acerca de que es el partido el que ha ganado las elecciones y por tanto el que debe gobernar. Si estuviéramos en un sistema presidencialista el mismo que este discurso liberal y moderno rechaza por caudillista, propio de pueblos adolescentes necesitados de líderes esto sería, además de cierto,  democrático. Pero como todo el mundo sabe, no es así en el parlamentarismo, donde ganar las elecciones no asegura la formación de gobierno, proceso que depende de la mayoría parlamentaria (absoluta o simple, en solitario o en coalición).

Por lo tanto, más bien ocurre lo contrario: si el PP considera que formar gobierno es clave y que la responsabilidad política obliga a ello, debería decir a quién está dispuesto a apoyar si no obtuviera los votos necesarios para gobernar. Eso es lo democrático en un sistema parlamentario. Aunque bien mirado, no sería raro que tras un sistema de monarquía parlamentaria latiera, no tan secretamente, una legitimidad presidencialista. Sería bueno que sus partidarios lo aclararan, por mor del diálogo racional democrático.

Lo mismo vale para Ciudadanos. Este partido ha logrado colocarse como representante de la lógica consensualista de la Transición, hegemónica en la democracia española, proclamando su vocación dialoguista desprovista de "líneas rojas" a la vez que excluye de entrada de toda negociación a una serie de partidos por razones ideológicas (Podemos, ERC, PNV, EH Bildu, la ex Convergencia). Lo curioso no es que lo haga, sino cómo el sentido común transicional lo avala.

  1. Un segundo modo de despolitización es la reducción de la democracia a mero sistema procedimental de selección de élites. Es lo que expresan las seis condiciones que Ciudadanos pone al PP para apoyarle en la formación de gobierno. Éstas muestran, en definitiva, la primacía que para este discurso dominante tiene el gobierno sobre la democracia, esto es, el orden dado por encima de la voluntad popular. Se diría que precisamente hay un intento de sofocar lo democrático a través del gobierno: de mitigar lo cambiante y abierto a un futuro con lo coagulado y sujetado al pasado.

Ninguna de esas seis condiciones articula lo democrático con lo social, sino sólo con la limpieza de los mecanismos de selección de las elites. Éstos son sin duda importantes, pero en un contexto de crecimiento acelerado de la desigualdad, fruto de unas políticas neoliberales que tienden a expulsar a un tercio de la sociedad fuera del sistema, tales medidas acaban significando más por lo que no dicen que por lo que expresan. La "nueva política" de la derecha se revela así como un retoque de ciertas reglas, procedimientos y formas. Siendo algunas valiosas, sin embargo en conjunto acaban legitimando la desvinculación entre democracia e igualdad social, haciendo incluso retroceder esa relación respecto de la que establece la propia Constitución de 1978, supuesto modelo al que Ciudadanos reclama volver.

  1. Finalmente, el tratamiento de la corrupción es el tema clave de la despolitización operante. Primero, porque es presentada como causa y no como consecuencia de la desigualdad. Ni la mengua del presupuesto educativo, sanitario, científico, de infraestructuras, ni el trabajo de baja calidad, ni el infradesarrollo del Estado de Bienestar se deben directamente a la corrupción. Los recortes no equivalen a un dinero que los políticos se habrían robado. Por el contrario, la corrupción es el síntoma de un proceso legal y legitimado en las urnas de desvalorización de lo público, de lo democrático, de lo popular, frente a lo privado, la gobernabilidad y lo elitista.

La corrupción es una manifestación más del patrimonialismo, de la apropiación oligárquica de los recursos públicos materiales (dinero, redes) y simbólicos (palabra, identidades). La corrupción no es consecuencia directa y exclusiva de unas fallidas reglas técnicas para la selección y el control de las élites, sino de todo un modo de vivir lo común que normaliza la apropiación privada de lo público, tanto bajo la forma de cargos de responsabilidad como de decisión acerca de quiénes tienen derecho a formar parte de la comunidad política en plenitud y quienes no.

Son los pequeños gestos de actores inesperados en ámbitos supuestamente irrelevantes los que comienzan a construir, lenta pero sistemáticamente, una mirada, una cultura y unos esquemas de interpretación que siempre acaban prefiriendo lo individual, lo inconsulto y lo cupular a lo abierto, deliberativo y, en definitiva, democrático. Eso es lo que late detrás de la corrupción, entendida en sentido amplio y profundo como una insensibilidad respecto de las consecuencias que para la comunidad tiene toda conducta pública: esto es lo que permite, por ejemplo, que quien ha plagiado un libro no se sienta desautorizado para conducir un programa de televisión, pero sí le resulte inaceptable que un ciudadano pueda ser elegido diputado debido a su modo de hablar.

El discurso dominante se está apropiando del malestar que causa la corrupción en España. No tiene dificultades en abordar el tema y hasta en convertirlo en bandera porque entendida la corrupción como causa y no como consecuencia de los problemas políticos, en verdad pone de costado el origen de la desigualdad y de la pérdida de sentido de la democracia. Esto explica que un partido como Ciudadanos se pueda presentar como adalid anticorrupción y a la vez apoyar a un partido como el PP, estructuralmente comprometido con los negociados, y a un presidente del gobierno como Rajoy, políticamente responsable de la legitimación de la corrupción en la vida pública. Esto explica también que el PP asuma sin grandes dificultades esas seis condiciones de Ciudadanos.

La urgencia y la necesidad de que se forme un gobierno parece más inclinada a satisfacer la capacidad de tomar decisiones que a deliberar qué decisiones se tomarán. De ahí que esa necesidad se justifique en virtud de unas medidas que se presentan como inevitables, técnicas, improrrogables: rebajar el techo de gasto, nuevos recortes y, en definitiva, continuar la política neoliberal ya trazada por el gobierno de Rajoy. Y por eso importa poco quién forme la mayoría o cómo, salvo determinados partidos que son mostrados como lo otro de este esquema.

Lo que está en juego, en definitiva, es seguir legitimando una noción conservadora y elitista de democracia, como mero consentimiento ciudadano de lo que una vanguardia técnica ya sabe, o iniciar un camino de puesta en duda de esa noción, que sólo puede provenir de un concepto opuesto de democracia, entendida como proceso de formación y primacía de la soberanía popular en torno a valores infundamentados o indecidibles.

Más Noticias