Otras miradas

Se cierra el telón

Jaime Montero Román

Jaime Montero Román*

 

Este miércoles un Juzgado de Instrucción de Madrid ha puesto punto final a uno de los mayores esperpentos de la historia judicial en lo que llevamos de democracia, dictando un segundo auto de sobreseimiento del conocido como caso de los titiriteros.

No está de más recordar cómo se inicia el sainete, hace casi un año, cuando unos jóvenes artistas son detenidos por exhibir, uno de los títeres que manejaban, durante la función, una pequeña pancarta en la que podía leerse la expresión "Gora Alka-Eta". En la ficción, el personaje que la portaba pretendía colocarla encima de otro personaje inconsciente para así poder imputarle falsamente un delito de terrorismo.

Tan terrible crimen, realizado en cualquier otro municipio, seguramente habría acabado con una carta al director de un diario conservador de algún indignado y católico padre, o con una intervención telefónica a la mañana siguiente en 13TV de alguna abuela aburrida que hace tiempo mientras llega la hora de ir a recoger a sus nietos al colegio.

En la madrileña Plaza de la Remonta, sin embargo, tal espectáculo constituía un verdadero obús en los bajos del Ayuntamiento, una granada de mano traspasando la ventana del despacho de la Alcaldesa, que la derecha, la derechona, la izquierda de corchopán, y el extremo centro no podían dejar pasar; ya habían exprimido las últimas gotas que quedaban en los arrugados trajes de los postmodernos Reyes Magos madrileños, el juicio por los tuits del concejal Zapata no acababa de salir, y esto... esto era un magnífico regalo, que permitía poner en el mismo titular las palabras mágicas PODEMOS, CARMENA y ETA: Ambrosía celestial para el poco exigente paladar de los prohombres de la prensa seria.

Y así, ocurrió que unos desgraciados (en el mejor sentido) titiriteros se encontraron, sin comerlo ni beberlo, entre el Palacio de Cibeles y la gran bola de demolición que manejaba la Caverna Party con la sana intención de destruir la fortaleza que los suyos no habían podido ganar en las urnas.

Invito al lector a hacer un recorrido por las portadas de los diarios de aquellos días, donde podrán informarse de que unos titiriteros proetarras (alguien con ingenio les bautizó como titirietarras) habían desplegado una enorme pancarta en apoyo a ETA en mitad de una función en la que aleccionaban a los más pequeños sobre cómo se quemaban iglesias, violaban monjas, y asesinaba a jueces.

El propio Ayuntamiento, acobardado ante la presión mediática, acabó por denunciar a la propia compañía de teatro por un insólito "incumplimiento contractual", abandonando a su suerte a los titiriteros que la propia entidad había contratado, hasta el punto de que, paradójicamente, en el reciente auto de sobreseimiento aparece como denunciante la propia Celia Mayer, responsable de la Concejalía que les contrató.

Y la justicia... el mismo Juez (y Fiscal) que debía haber puesto cierto sentido común en esta especie de histeria colectiva, en la que una pequeña pancarta de 5 centímetros abrió los telediarios durante una semana; que debía haber lanzado un mensaje nítido al respecto (y en contra) de la utilización de los órganos judiciales para dirimir batallas políticas; que podía haber dicho sencillamente que la Justicia está para enjuiciar a los delincuentes de verdad, a los que cometen delitos, y no para ser mera comparsa del poder político; esos mismos Juez y Fiscal decidieron mandar a prisión a los artistas, dándoles igual que los titiriteros explicaran que la pancarta sólo tenía por objeto desarrollar una crítica a los montajes policiales. "¿Sabe usted lo que significa GORA?", preguntaba el Juez. "¿Alka-ETA hace referencia a Al Qaeda y a ETA?". Pues no necesito más para meterle a usted en prisión.

Con la sociedad en estado de shock, sólo los movimientos libertarios, a los que pertenecían ambos artistas, se atrevieron al principio a denunciar la locura que suponía todo ese delirio político-judicial, del que la propia obra era una acertada profecía.

Poco después, la izquierda institucional despertó también del letargo. Primero Ada Colau; luego Juan Diego Botto, en la gala de los Goya; y al poco Alberto Garzón y Pablo Iglesias, e incluso Carlos Sánchez Mato, concejal del propio Ayuntamiento de Madrid, empezaron a posicionarse públicamente denunciando el sinsentido judicial y, de paso, permitiendo al grueso de la propia sociedad civil salir de esa especie de pesadilla orwelliana en la que, si denunciabas públicamente la barbaridad que suponía que unas personas inocentes estuvieran en prisión, tú también eras terrorista, o amigo de los terroristas, o primo segundo por parte de padre.

Luego, ya se sabe; vino la libertad provisional (acuérdense del "no hay riesgo de reiteración delictiva, porque se les han incautado los títeres"), poco después la sustitución de las comparecencias diarias por otras mensuales o quincenales y, al final, el punto álgido de la trama, el clímax del espectáculo: el día en el que los actores Alberto San Juan y Gloria Muñoz, con mucha más valentía y generosidad que pericia con los títeres, interpretaron esa misma obra maldita, que fue además difundida por streaming por los medios digitales Público y Ctxt, bajo la dirección ceremonial de Miguel Mora, en una mañana en la que estaba de guardia el propio Juzgado que había enviado a prisión a los titiriteros. Apostar todo a doble o nada, se llama eso.

Y fue nada. Poco después, el mismo Juez que había ordenado la prisión provisional comunicada y sin fianza, decidió que los hechos, en realidad, no eran constitutivos del delito que había imputado en un primer momento, y archivó la causa por enaltecimiento del terrorismo. Perdido el interés mediático, agotado el aprovechamiento político de la causa, quedó desnudo y sin adornos el disparate jurídico, y sólo era cuestión de tiempo que un Juzgado ordinario certificara la defunción de un proceso que nunca debió ver la vida.

Hoy, por fin, casi un año después, se acaba definitivamente la función, se cierra el telón, como si se tratase de un macabro chiste, y yo escribo estas líneas de urgencia, no como abogado de la causa, sino como testigo privilegiado. No es un análisis jurídico, que prometo hacer en un futuro próximo, porque creo que el tema lo requiere. Es este un relato puramente visceral, de desahogo.

Y en medio de todo, queda la vida de dos artistas, antes personas anónimas, que fueron imputadas, encarceladas, vilipendiadas, amenazadas, perseguidas, acosadas, insultadas, estigmatizadas, y finalmente olvidadas, desechadas tras su uso, simplemente por ser peones de una partida de ajedrez que les era completamente ajena y de la que nunca quisieron ser parte.

 

*Jaime Montero Román es abogado.

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