Otras miradas

Pérez Reverte, Marine le Pen y los invasores bárbaros

María Márquez Guerrero

Universidad de Sevilla

María Márquez Guerrero
Universidad de Sevilla

La agencia Efe y la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo han concedido al artículo "Los godos del emperador Valente", de Arturo Pérez Reverte (12/09/2015), el XIII Premio Don Quijote de periodismo. En él, se dibuja, con tintes apocalípticos, el espantoso escenario de la decadencia y hundimiento de Europa. Comparándola con el viejo Imperio Romano, invadido pacíficamente primero, y destruido brutalmente después por los godos- el autor concluye que "la Europa que iluminó el mundo" está sentenciada a muerte: los refugiados actuales, herederos de los bárbaros de entonces, "seguirán llegando en oleadas, anegando fronteras, caminos y ciudades", amenazando con destruir nuestro "cálido ámbito de derechos y libertades, de bienestar económico y social". Curiosamente, y casi al mismo tiempo que Pérez Reverte publicaba su artículo, en Francia, Marine le Pen hacía unas declaraciones donde defendía unas ideas semejantes: "Marine le Pen compara la llegada de los refugiados a las ‘invasiones bárbaras’ del ‘siglo IV’ que desencadenaron la caída del Imperio Romano" (Éurope 1). La presidenta del Frente Nacional manifiesta su temor por que el flujo de emigrantes llegue a parecerse a las invasiones de los bárbaros y tenga "las mismas consecuencias" (Le Figaro, 15 / 09 / 2015; Le Point, 14 / 09 /2015).

Como es sabido, las causas de la decadencia del Imperio Romano son múltiples y de diferente naturaleza, muchas de ellas internas, como, por ejemplo, la corrupción política (los excesos de emperadores y altos funcionarios, que provocaron un déficit irrecuperable en la Hacienda Pública); la falta de trabajo y el hambre en las ciudades; el totalitarismo burocrático; la despoblación romana, etc., y, consecuencia de todo ello, la descomposición cultural y la quiebra del sistema de valores que inspiró Roma. El ejército, compuesto principalmente de mercenarios, se había debilitado (la financiación destinada a él se desviaba y perdía en un contexto donde reinaba la corrupción), razón por la que, en este entorno decadente y caótico, los pueblos bárbaros hallaron su oportunidad. Parece, por tanto, que las oleadas migratorias no fueron la causa del hundimiento del imperio, sino más bien un factor coadyuvante que se sumaría a la decadencia de aquel. En cualquier caso, los refugiados godos de los que habla Pérez Reverte, aquellos que en el año 376 d. C se presentaron en la frontera del Danubio buscando asilo, no huían de Atila (395-453 d.C.), como él afirma, sino probablemente del hambre, o, tal vez, de la violencia de cualquier otro caudillo.

Del mismo modo, la quiebra del actual "imperio de Occidente" –ámbito que transciende ampliamente las fronteras europeas más allá del Atlántico- no puede achacarse, de ningún modo, a los refugiados, que no tienen casi nada en común con aquellos temibles godos que guerreaban contra una Roma desfallecida. Al contrario, constituyen un aporte esencial para una Europa envejecida, donde la natalidad cae en picado y donde, por tanto, se necesita abundante mano de obra. Sin ella, no habría cotizaciones, ni pensiones, ni sanidad, ni el bienestar y la cultura que admira nuestro autor. Tal vez él se identifique con un honorable patricio romano que, desde su biblioteca, contempla sereno la destrucción del mundo. Sin embargo, la mayoría de nosotros ignoramos si descendemos de los visigodos, de los judíos o de los árabes. Por otra parte, también nosotros hemos huido de alguna guerra terrible y de la miseria económica emigrando más allá de nuestras fronteras. Hoy siguen haciéndolo nuestros jóvenes. Desde esta perspectiva, también nosotros somos bárbaros, etimológicamente "extranjeros".

La resistencia contra el extranjero siempre distingue entre clases. Seguramente, Pérez Reverte no se refiere a los ricos emigrantes rusos que compran una vivienda en la Costa del Sol y, por ello, automáticamente gozan de la nacionalidad española. Probablemente, se refiere a los refugiados pobres, a los que naufragan y mueren en el Mediterráneo, o a los que se topan con las vallas y los gases lacrimógenos en nuestras fronteras. A esos que quieren sentarse, hambrientos, a una mesa opulenta cuando ya están ocupados todos los sitios, como decía Thomas Malthus: "Un hombre nacido en un mundo del que ya se ha tomado posesión, si no puede obtener de sus padres los medios de subsistencia que verdaderamente tiene razón de exigir, y si la sociedad no necesita de su trabajo, no tiene derecho a hacer ninguna reivindicación sobre la más mínima porción de alimentos y, en realidad, no hay razón de que esté donde está. En el opulento banquete de la naturaleza no hay cubierto para él". En la misma idea insiste Pérez Reverte: "ni en el imperio romano ni en la actual Europa hubo o hay para todos; ni trabajo, ni comida, ni hospitales, ni espacios confortables".

Todas estas teorías se basan en la idea de que la productividad crece a un ritmo mucho más lento que la población, con lo cual las subsistencias con las que contamos no son suficientes para abastecernos a todos, tesis que ha sido desmentida por todos los datos empíricos, que demuestran la necesidad de una redistribución más justa de los bienes, la promoción de la investigación y el desarrollo tecnológico, hechos, que como ya apuntó Marx, permitirían el crecimiento exponencial de los recursos. Para ello, la inmigración no solo no es un obstáculo, sino que ha sido y es uno de los  soportes fundamentales del crecimiento económico. Quienes se oponen con todas sus fuerzas a una justa redistribución de la riqueza (impuestos realmente progresivos, por ejemplo) han de justificar su egoísmo presentando a las víctimas que piden asilo como una amenaza. Deshumanizados, cosificados, animalizados, los textos periodísticos nos los presentan desposeídos de su humanidad, paso previo para legitimar todo tipo de violencia. En este contexto, ya no escandalizan las imágenes desgarradoras, difundidas ayer por varios medios italianos, de un inmigrante africano ahogándose en el Gran Canal de Venecia mientras varios turistas lo insultaban y filmaban el suceso.

Creada retóricamente esta realidad de las "invasiones", Pérez Reverte reclama un ejército vigoroso, y no patrullas de salvamento; políticos de altura que ordenen una vigilancia estricta de "nuestros limes", en lugar de políticos ilusos que defiendan utopías, tales como la igualdad, la libertad y la fraternidad humanas. Ya no es posible matar sin más a los que llegan, tales atrocidades ya no son posibles, "Por fortuna para la humanidad. Por desgraciada para el Imperio", constata el autor, evidenciando una contradicción insalvable entre la propia idea de imperio y el respeto de los derechos humanos.

El discurso xenófobo sitúa el mal "fuera" y propone medidas policiales cuando el conflicto es político y nace en el interior. Sin embargo, una de las consecuencias de la globalización es que no se puede mirar hacia otro lado, porque ya no hay nada fuera. Los límites nacionales se han borrado en la medida en que estamos gobernados por poderes invisibles que actúan, cada vez con menos regulación, puenteando las soberanías nacionales. Sencillamente, habitamos un "mundo sin alrededores" (D. Innerarity), un "mundo líquido" (Z. Bauman), sin límites. Ya no existe la realidad de "fuera", como tampoco puede aplicarse con rigor esa oposición nosotros / ellos que sostiene Reverte cuando recuerda con nostalgia a aquellos centuriones que defendían las fronteras de Europa, esos que "eran unos hijos de puta, pero eran nuestros hijos de puta.  La violencia no es la solución para el problema de la inmigración, como tampoco lo es para el terrorismo global. Como señalaba Bauman ("La guerra ilusoria") "Europa debería reafirmar sus valores fundamentales y ofrecer soluciones realistas a la radicalización de la juventud en sus países", esa misma juventud que, en palabras de Reverte, convierte la periferia de las ciudades en "polvorines con mecha retardada". No tenía razón el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, cuando afirmaba que "Todos los terroristas son inmigrantes", porque casi todos los que operan en Europa han nacido aquí: "son reclutados de entre la juventud local, desfavorecida, discriminada, humillada, amargada, y con ganas de revancha que se enfrenta – de nuevo con nuestra directa o indirecta, deliberada o derivada negligencia – a un futuro sin perspectivas" (Bauman) El problema no son los extranjeros, sino la pobreza. Y los problemas sociales requieren medidas políticas, no militares.

Es necesario un esfuerzo de reflexión y de voluntad política para salvar los valores que encarnaba Europa, algo más complejo que levantar nuevos muros de aislamiento y de terror. Algo más auténtico que crear un enemigo externo que nos dé una coartada, una falsa identidad que redima temporalmente nuestra imagen deteriorada, la dignidad mermada por las condiciones infrahumanas que impone la "crisis". Exactamente eso es lo que quiere hacer Trump, y exactamente eso fue lo que, desgraciadamente, hizo Hitler cuando les prometió a los alemanes, desolados por la guerra y por la crisis económica, la ilusión de una identidad aria ideal amenazada por "los otros". Quienes creemos que sí hay soluciones alternativas, también aprendemos de la historia: "locura es hacer lo mismo una vez tras otra y esperar resultados diferentes" (A. Einstein). No se trata de creer en hadas madrinas con firmes cucuruchos, sino de tener fe en la conciencia humana y en la acción política, porque el derrotismo es la ideología de los vencidos, y, aunque solo sea por "lucidez" y "serenidad  intelectual", hemos de aceptar que "la desesperanza está fundada en lo que sabemos, que es nada. Y la esperanza sobre lo que ignoramos, que es todo" (Maurice Maeterlinck).

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