Otras miradas

La abstracta independencia de Cataluña: respuesta a Pau Llonch

Alberto Garzón Espinosa

"¿Por qué razón –se preguntó el señor K– me convertí por un instante en un nacionalista? Porque me topé con un nacionalista" (Bertolt Brecht)

Alberto Garzón
Diputado de Unidos Podemos y Coordinador Federal de IU

 

Recientemente, el compañero Pau Llonch, militante de las CUP y miembro del Seminari de Economía Crítica Taifa, ha escrito una misiva pública dirigida a mi persona con objeto de debatir la llamada cuestión catalana. El origen de la disputa pública se encuentra en el posicionamiento público de IU de no participar en el referéndum que tendrá lugar el 1 de Octubre, algo que Pau Llonch considera una «colosal decepción». Procedo a valorar sus argumentos.

En primer lugar, sobre las citas de autoridad. En el marco de la discusión original en redes, Llonch me citó una posición de Lenin sobre el derecho de autodeterminación que, de aceptarse tal cual, pondría de manifiesto que aquellas personas pertenecientes a la escuela marxista tendrían que apoyar los deseos de independencia de cualquier pueblo. Eso sería así siempre que se cumplieran dos precondiciones: que existiera tal cosa como una escuela marxista, homogénea y atemporal, y que la interpretación de Lenin fuera la canónica. En mi caso, siempre he sido renuente a leer a los clásicos como si fueran portadores de la verdad y a sus textos como si fueran escrituras sagradas. De ahí que recurriera, paradójicamente, a la definición de marxismo que hizo el propio Lenin: «análisis concreto de la realidad concreta». Sobre esta cuestión mi opinión es coincidente con la de uno de los mejores marxistas que hemos tenido, Francisco Fernández Buey, quien recomendó leer a los clásicos no a la búsqueda de la cita interesada sino como inspiradores de una plural y heterogénea tradición política, siempre abierta al contexto y al momento histórico. De lo contrario corremos el riesgo de interpretar la cita de Marx que encabeza el artículo de Llonch, así como su posición sobre Escocia o Irlanda, como si no estuviera inscrita en un singular contexto histórico. Y la realidad es que nuestros clásicos también tenían contradicciones. ¿Quién no recuerda la posición de Marx sobre la brutal colonización de la India por Inglaterra, país este último al que otorgó nada más y nada menos que la definición de «instrumento inconsciente de la historia»? Nuestro querido viejo Engels justificó también la «guerra de conquista» llevada a cabo por los estadounidenses contra los mexicanos preguntándose retóricamente si acaso era «una desgracia que la soberbia California sea arrebatada a los holgazanes mexicanos, que no sabían qué hacer con ella?». Y qué decir de la II Internacional, internacionalista de boquilla en términos europeos y colonialista a tiempos iguales, y que en su V Congreso reconoció «el derecho de los habitantes de los países civilizados a establecerse en países cuya población se halla en estadios inferiores de desarrollo». En suma, mejor el análisis concreto de la situación concreta que la lectura escolástica del marxismo.

En segundo lugar, sobre el método. Llonch acusa a mi análisis de quedarse en la abstracción, a diferencia del suyo que estaría interpelando a realidades concretas. En breve, lo que él arguye es que yo defiendo el no a la independencia a partir de un hilo deductivo que excluye el detalle, algo que determina fatalmente el resultado. Por ejemplo, yo estaría hablando de la burguesía pero sin profundizar en sus divisiones. Pero esta es una percepción errónea de mi forma de trabajar. No en vano, ambos –y todos- utilizamos categorías abstractas (clase, nación, partido, burguesía, independencia...) que se construyen inspiradas por una determinada concepción del mundo, que además, dicho sea de paso, en este caso es prima hermana la una de la otra. Lo que cambia es el peso explicativo que se otorgan a las diferentes categorías y la forma de articularse entre ellas. Llonch no habla de realidades más concretas sino que articula de forma diferente sus categorías abstractas. Otra cosa es, y me temo que aquí está la confusión, que él otorgue a la estrategia independentista una esperanza materializable más a corto plazo, en comparación que cualquier otra. En efecto, él llega a decir que la estrategia independentista es una «potencialidad concreta» mientras que la nuestra, teóricamente, es una «alternativa abstracta». Esto es una hipótesis legítima pero no tiene nada que ver con el método analítico. En definitiva, no se trata de que mis análisis sean más abstractos y los de Llonch no lo sean; se trata de que nuestras perspectivas e instrumentos de análisis difieren, y con ello las conclusiones políticas.

En tercer lugar, hablemos de la categoría nación. Como materialista no dogmático que soy, parto de la base de que las naciones son construcciones sociales. O, como explica el historiador marxista Benedict Anderson, son comunidades imaginadas. Ser español, ser catalán o ser francés es parte del ámbito de las creencias, las cuales se crean y desarrollan históricamente. Circunstancias externas históricas y contingentes y desarrollos personales vitales están implicados en la consolidación o destrucción de esas mismas creencias. Pero sobre las creencias no se hace ciencia, sino política. Por lo tanto yo no discuto a quien se siente catalán o español sobre la base del sentido objetivo que eso tendría, sino sobre su capacidad de mediación respecto a los objetivos, sean éstos el socialismo o la simple mejora de las condiciones de vida. Por eso es absurdo meter a todos los nacionalismos en el mismo saco. El nacionalismo imperialista de la Alemania de 1914 o el nacionalcatolicismo de la España franquista son incomparables con el nacionalismo de liberación nacional de los pueblos latinoamericanos o el de las luchas anticoloniales de mediados del siglo pasado. De este argumento podemos obtener una primera conclusión: el derecho de autodeterminación no es un fin en sí mismo. Ser independentista, a mi juicio, tampoco. Depende de la realidad concreta.

En cuarto lugar, los pueblos también son construcciones sociales. Esto quiere decir que su reconocimiento como existencia es un acto político. Un acto que ha de estar fundamentado. Yo, por ejemplo, reconozco al pueblo catalán. Un pueblo con instituciones propias –lengua, cultura, normas, etc.- cuyas raíces que se encuentran, por cierto, más allá de 1713; y si no, que le hubieran preguntado a Felipe IV a mitad del siglo XVII. El pueblo catalán se ha ido construyendo a partir de, como decía, trayectorias históricas. Sin duda, el hecho de que en España gobernara durante tanto tiempo la dinastía de los Austrias y no la de los Borbones influyó de forma notoria en el desarrollo del pueblo catalán. Pero en este punto cabe recordar que la burguesía es responsable de construir el Estado, pero no de construir los pueblos. Hay un pueblo catalán de los de abajo y hay un pueblo catalán de los de arriba; hay un pueblo que se referencia más en la semana trágica de 1909 o en la defensa de Barcelona durante la guerra civil que en el espíritu de Francisco Cambó, por ejemplo.

En quinto lugar, el reconocimiento del derecho de autodeterminación es un principio básico para los marxistas. Como decía Manuel Sacristán, «ningún problema nacional tiene solución si no parte de una situación de autodeterminación». Aunque los pueblos y naciones sean construcciones sociales, operan en la realidad como si fueran entes objetivos y en consecuencia sus actividades producen efectos reales. Cuando los pueblos entran en conflicto entre sí, cualesquiera que sean las causas, la única vía de resolución habría de ser el diálogo y la negociación. Otorgando la misma condición abstracta a nacionalismo español y nacionalismo catalán, no cabe tomar partido de antemano por ninguno de los dos. He aquí la vena libertaria que subyace a todo planteamiento que conduce a la expresión «los proletarios no tienen patria». Cabe, por el contrario, ser conscientes de que es posible abrir cauces institucionales para resolver el conflicto real. El mejor cauce institucional es el reconocimiento del derecho de autodeterminación, lo que implica que cualquier proceso de diálogo entre pueblos –obsérvese que hablo de pueblos, y no de Rajoy- ha de incorporar ese mecanismo específico.

En sexto lugar, es compatible la defensa del derecho de autodeterminación con la defensa de un modelo federal. Dado que el derecho a autodeterminación no está fundado en la creencia de que un pueblo cualquiera ha de ser independiente, sino en principios democráticos y prácticos como los precedentes, es compatible con defender un Estado federal. Esto no es otra cosa que defender la convivencia entre los pueblos en el marco de unas instituciones comunes, idealmente fundadas en principios de fraternidad y autogobierno. Esa fraternidad, como explica de forma genial Antoni Domenech, procede de la tradición republicano-socialista y es la que inspira, entre otras cosas, el internacionalismo. Un Estado federal que reconozca a los pueblos y naciones de España y que no los enfrente, es una aspiración hermosa. Y también posible.

En séptimo lugar, ¿es posible no ser independentista antes? Lo que plantea Llonch es que dada la realidad de un Estado autoritario en España, es imposible ser federalista sin ser antes independentista. Algo así como: me gustaría ser federalista pero no me dejan. Este argumento tiene una parte de verdad, y es la que se refiere al carácter obcecado y autoritario del Estado español y de sus dos principales partidos, PP y PSOE. Su posición política ha cercenado las posibilidades de habilitar, hasta ahora, cauces institucionales adecuados –como el referéndum. Pero el crecimiento del voto independentista en los últimos años no obedece únicamente a esta causa. Hay, de forma notable, una canalización populista de la frustración popular ante la crisis y el capitalismo. Dicho de otra forma: la independencia ha sido presentada también no como el derecho democrático del pueblo catalán sino como la solución a males económicos y sociales padecidos individualmente. La derecha catalana fue la primera en ver que las banderas son cobijos interesantes en tiempos de crisis. Aunque ahora no se destile el corpus argumental del «España nos roba» -cómo iba a hacerlo, con argumento tan necio-, hay sin duda un trasfondo económico, espoleado por la propia derecha catalana, que entiende como lastre la mera existencia de nexos con zonas menos desarrolladas del Estado. Aun así, la cuestión sigue vigente: ¿es posible ser federalista en Cataluña? A tenor de la pregunta del 1-O, desde luego que no. Esto es llamativo, pues de hecho es una diferencia con el 9-N. ¿Qué habría de votar una persona no nacionalista o independentista, española o catalana, el 1 de octubre? Sencillamente, no puede. Dicho de otra forma: el marco constituido por los promotores del 1-O hace imposible que la sociedad catalana pueda expresarse en su totalidad. En suma, el proceso carece de las garantías suficientes.

En octavo lugar, las garantías van más allá de la legalidad. Cuando decimos que el proceso no tiene garantías no nos referimos a su legalidad, cómo si acaso nos pareciera prioritario el respeto al Régimen del 78, sino a su utilidad como mecanismo de resolución del conflicto. No es sólo que la opción federalista esté neutralizada, cosa destacable, sino que además en tanto que el proceso ha sido dirigido más como arma política que como instrumento para canalizar el conflicto, no da la sensación de que pueda contribuir a solucionar nada. Las disputas en el seno del Govern, vinculadas al cómo hacer el referéndum, parece abundar en esta idea: pocos se creen que esto vaya a ser útil. En todo caso es una demostración de fuerza, legítima, pero inservible. La garantía consiste en que cuando el pueblo catalán sea consultado, éste pueda expresar de forma clara y nítida, y tras un debate serio y riguroso, su opinión. El derecho de autodeterminación es clarificador, en efecto, y por eso lo defendemos. Pero para que pueda ejercerse con garantías no puede ser como el propuesto el 1-O. Aquellas personas que, compartiendo mis tesis, quieran votar por la ruptura con el Régimen del 78 sin votar por la independencia tienen que tener su espacio propio; y eso no sucede actualmente.

En noveno lugar, no es buena idea subestimar la fuerza de la burguesía catalana. Es verdad que una parte considerable de la burguesía catalana no parece apoyar la independencia, y es verdad que las tensiones han llegado a la antigua Convergencia y al nuevo PDCat. Pero se me hace difícil asumir que la burguesía catalana es tan torpe y mala que ha regalado a las fuerzas subalternas catalanas el control del proceso. Llonch nos recuerda cómo 1.515 militantes de las CUP consiguieron tumbar a Mas y quitarle de la primera fila en diciembre de 2015. Pero se olvida recordar que otros 1.515 militantes votaron a favor de la investidura de Mas, de tal modo que priorizaron la cuestión nacional a la de clase de una forma bastante significativa. Mi admirado Antonio Baños dimitió por la misma razón, porque él era partidario de mantener al líder de la derecha al timón. Y qué decir de ERC, que lleva varios años soportando –de apoyar- un Gobierno catalán al que las clases populares catalanas tienen que soportar –de sufrir. Y es que, entre una cosa y otra, llevamos al menos cinco años viendo como la elite catalana sigue gobernando realmente Cataluña. Honestamente, con esta hoja de ruta no sé muy bien quién controla a quién. Por cierto, que haya una correlación de fuerzas que permita aprobar leyes antidesahucios, por ejemplo, es muy positivo. Pero no veo de qué manera eso justifica el independentismo. También hubo una ley antidesahucios en Navarra y en Andalucía y en todos los casos el Régimen del 78, Tribunal Constitucional mediante, las tumbó. A mí esto me invita a pensar más en el enemigo común que en la independencia de una parte.

En décimo lugar, ¿es el referéndum la mejor manera de romper con el Régimen? Eso parece insinuar Llonch y otras muchas personas, también en la izquierda española. A veces parte de esta argumentación se basa en alguna formulación del «cuanto peor, mejor», que yo no comparto. El problema es que, para empezar, incluso asumiendo que es la mejor manera de romper con el Régimen (cosa que no creo, pues el Régimen se constituye para defender un modo de producción y una estructura de poder que no tiene por qué alterarse por la mera existencia de más Estados), no es nuestra forma. Es decir, no controlamos ninguno de los parámetros de esa ruptura. Podría pasar cualquier cosa y no hay nada decidido de antemano. ¿Conseguirían las compañeras de la CUP gobernar un escenario post-independencia o sería la derecha catalana la que lo dirigiría? ¿Relanzaría a las fuerzas de ruptura en el resto del Estado o las llevaría a un repliegue fomentado por el reforzamiento del nacionalismo español? La cita de Brecht con la que abro esta respuesta no es casual. Estoy convencido de que el nacionalismo español ha creado miles de nacionalistas catalanes. Pero a menudo se nos olvida que también existe un pueblo español y que el nacionalismo catalán crea tantos otros nacionalistas españoles. Y encerrados en este dilema nos llegan los ecos de aquel fatídico 1914 en el que la socialdemocracia alemana y francesa, entre otras, traicionaron a su clase para defender a su nación; y lo hicieron enfrentando a los pueblos y a su propia clase. Yo prefiero pensar, en suma, en fórmulas que nos permitan hablar de ruptura democrática y social y en la que los de abajo de nuestros pueblos respectivos podamos cooperar.

Hay algo más con lo que me gustaría terminar. El capitalismo lanza a las clases populares a competir unas con otras tanto en la esfera productiva como en otros espacios. Competimos por puestos de trabajo, por el acceso a los servicios, por el estatus social... Nuestros clásicos (Marx, Engels, Luxemburgo, Lenin, Gramsci...) sabían muy bien esto y entendieron que la clase social parte de un hecho objetivo –el lugar que se ocupa en la producción- pero que se construye también socialmente. Por eso se llamó «formación de clase» a los procesos de constitución de organizaciones tales como partidos, sindicatos, etc. Cuando nos organizamos hacemos algo más que coordinarnos: declaramos lo que tenemos en común frente a un sistema que nos divide. Así se construye un «nosotras» que evita una «guerra entre pobres», que es la situación normal en este sistema capitalista. «Proletarios del mundo, uníos» o «Hermanos proletarios, uníos» no sólo fueron consignas coyunturales de enorme dignidad, sino que expresaban el universal de una situación específica, la de los desposeídos y de la parte sufriente de la humanidad, como decía Fernández Buey, que lucha por emanciparse del reino de la necesidad... en todas partes del mundo. Este es mi enfoque, que parte de lo abstracto en su exposición y que cristaliza con análisis concretos. El de esta cuestión, es bien claro: derecho de autodeterminación y república federal. Y, también, socialismo apátrida.

Salud y República,

Alberto Garzón

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